martes, 31 de marzo de 2009
Los primeros diez minutos
En los primeros diez minutos de la película El tren sin estación, vemos como el protagonista (que se hace llamar Elmor Sant) seduce a una mujer que le dobla la edad, la emborracha, le roba la cartera y, finalmente, acaba con su vida. Son escenas duras en las que el espectador nada puede hacer por aparatar la mirada de la pantalla. El genial uso de la cámara hace que uno se quede hipnotizado mientras las imágenes tejen una tela de araña que todo lo atrapa. Son diez minutos magistrales, de lo mejorcito que haya dado la historia del cine. El resto de la película no vale nada. Carece de interés. Es tan anodina que no dudo que pudiese llegar a inducir al coma y más tarde causar la muerte de cualquier persona que la viese entera, de principio a fin. Pero los primeros diez minutos, esos diez minutos de poética barbarie, de bellísima brutalidad, son de una genialidad soberbia. Así comienza: tras la aparición del título de la película, El tren sin estación, vemos a Elmor Sant caminando, de noche, por una calle desierta, dejando atrás una estación de tren. No tarda nada en aparecer un letrero luminoso en el que puede leerse cofee & love. El protagonista se acerca al local y, tras echar una ojeada a sus manos, llenas de cicatrices, empuja la puerta de entrada. El local, lúgubre, está tan desierto como la calle. Sólo hay una mujer tras la barra, nadie más puede verse por allí. Elmor Sant se sienta en un taburete y pide un whisky doble. La mujer se fija en las manos de Elmor, en sus muchas cicatrices. Entonces él, que se da cuenta de que la mujer está mirando sus manos, le hace una pregunta: ¿Es esta la ciudad del amor? Ella, con una sonrisa entre la picardía y el desdén, responde con un: No, cariño, estás en Denver. Todo lo que ocurre a continuación, los siguientes ocho minutos, son difícilmente explicables con palabras. Las miradas, los gestos, los diálogos, los distintos encuadres, la música, la fotografía… es todo tan bello… lo imagino todo tan bello… que… ahora sé que nunca realizaré esta película que me acabo de inventar. Y menos aún, los primeros diez minutos.
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lunes, 30 de marzo de 2009
Desaparecer
“La novela habla de la desaparición del sujeto en Occidente y del afán de ese sujeto por reaparecer. Creo que esto no es algo que se pueda liquidar en cuatro folios y que más bien requiere un crepúsculo largo. El eje central de ese crepúsculo es la figura de Robert Walser, mi héroe moral desde hace décadas. Admiro de este escritor suizo –precedente obvio de Kafka– la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiro de él también su extraña decisión de querer ser como todo el mundo, cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. [...] Admiro y envidio su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio. En realidad, todo el mundo cree que Doctor Pasavento habla del tema de la desaparición y de la soledad. Es una interpretación aceptable del libro, pero yo diría que de lo que realmente habla esta novela es de la dificultad de no ser nadie.”
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Palabras de Enrique Vila-Matas sobre su obra Doctor Pasavento, extraídas de su página web.
sábado, 28 de marzo de 2009
Sin palabras
A veces me quedo sin palabras. Me sorprendo mirando a mi alrededor en busca de alguna palabra. Me digo que no sé donde las he puesto. Creo, incluso, a veces, que las he perdido para siempre, que no volveré a encontrar ni una sola y cochina palabra. Pero no suelen tardar en aparecer. Debajo de la cama, en el alfeizar de la ventana, junto a la encimera de la cocina, sobre el televisor. Aparecen. Van apareciendo poco a poco y nunca recuerdo haberlas dejado allí donde aparecen. Pero eso me da igual, la memoria es un invento demasiado tortuoso, lo que en verdad considero importante es que, tarde o temprano, las palabras regresan al hogar. Y yo las recibo, siempre, sin excepción, sea cual sea su origen o declinación, con los brazos bien abiertos.
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(He escrito esto tras quedarme un rato sin palabras al haber visto esto otro: ENLACE)
viernes, 27 de marzo de 2009
Cielo en silencio
Miro al cielo. Es azul. Azul cielo. Y está en silencio.
No lo atraviesa nube alguna. Ningún avión a la vista. Ni siquiera se ve algún pájaro surcar su inmensidad. Me digo que algo extraño está ocurriendo. No me parece normal que, en plena primavera, durante los quince minutos que llevo tumbado en este prado, mirando hacia arriba, el cielo permanezca pulcro y en silencio, sin nube alguna, sin aviones a la vista, sin pájaros surcando su inmensidad.
Permanezco tumbado otro minuto. El azul del cielo está a punto de cegarme. Así que, vencido, desvío la vista. A unos diez metros de mí, entre la hierba, puedo ver tres gorriones que se desplazan a saltitos. Son alegres saltitos que, sin apenas darme cuenta, logran exasperarme. Deseo que echen a volar y atraviesen, de una vez por todas, la basta inmensidad de este cielo azul que parece querer aplastarme con su mutismo. No lo hacen. Dan saltitos y, de vez en cuando, picotean el suelo en busca de alguna lombriz. Regreso al cielo, azul, azul cielo, esperando encontrar un atisbo de normalidad, una nube, un avión, algún pájaro. Pero el cielo continúa mudo, callado, en silencio. Imagino que de pronto aparece un enorme zeppelín. Siempre me han dicho, desde muy niño, que tengo una imaginación desbordante, que vivo en la inopia. Pero ahora veo claro que lo de vivir en la inopia no es suficiente. Por mucho que imagino el zeppelín, uno de esos zeppelines como el que inventó Ferdinad Von Zeppelin a principios del siglo XX, por mucho que lo imagino con todas mis fuerzas, no aparece. Así que desvío de nuevo la mirada hacia el lugar en el que los gorriones efectúan sus alegres saltitos y, para mi sorpresa, ya no están ahí. Cómo es posible, me digo. Hace un minuto estaban ahí. A dónde han ido, me digo, a dónde han ido sin haber surcado la basta inmensidad de este cielo mudo y azul. No lo comprendo. Vuelvo una vez más al cielo, a su mudez, a su silencio. Lo que hace unos minutos causaba en mí cierta extrañeza, ahora empieza a convertirse en terror. El mutismo del cielo me da pánico. El pavor que siento hace que intente levantarme, que mi cuerpo luche por ponerse en pie, que mi corazón, por un brevísimo instante, olvide que acaba de sufrir, hace apenas quince minutos, un ataque cardíaco que le ha dejado tumbado en un prado, bajo un inmenso y pulcro cielo azul, azul cielo, que me ciega. Entonces, tras un leve suspiro, cierro los ojos y, en la oscuridad de mis párpados, creo escuchar el lejano zumbido de los jocosos motores de un avión a reacción.
lunes, 23 de marzo de 2009
Un último cuento
Un buen día se me antojó organizar una fiesta por todo lo alto. No había motivo alguno para hacer tal fiesta, nada que celebrar, pero, aún así, me pareció una gran idea llevarla a cabo. Hice un sinfín de llamadas telefónicas. Envié multitud de correos electrónicos. Mandé un montón de mensajes con mi teléfono móvil. Muchas fueron las personas que contestaron a mis invitaciones diciéndome que acudirían encantadas. Así que lo preparé todo con sumo entusiasmo, exaltado al pensar en lo mucho que me gusta meterme en el papel de anfitrión, ser el centro de atención, imaginar que soy Vincent Price enfundado en un distinguido batín de seda mientras todas las miradas se posan en mí persona como cuervos en las ramas de un roble centenario.
Al fin ha llegado el gran día y parece que la fiesta será de un éxito morrocotudo. Muchos son los invitados que, frenéticos, bailan sin parar mientras, otros, los más sosos, charlan con entusiasmo y observan el permanente bailoteo. Sólo dos se han desmayado. La fiesta es, sin duda alguna, de un éxito morrocotudo. Pero, sin darme cuenta, llega el final. La gente comienza a despedirse cuando los primeros rayos de sol atraviesan las cortinas del comedor. Muchas son las personas que me felicitan por el morrocotudo éxito de mi fiesta. Recibo un sinfín de besos y abrazos. También hay algún que otro apasionado apretón de manos. He llegado a contar incluso tres o cuatro entusiastas palmadas en mi espalda. Me siento hinchado, lleno de un orgullo que casi me hace levitar, me siento como un globo sonda que asciende imparable hacia las estrellas. Entonces me dejo caer en el sofá y, tras sacar de debajo de mi trasero un antifaz de color rojo que alguien ha olvidado, me lo pongo y empiezo a escribir todo esto. Y mientras lo escribo apuro el último dry-martini y de repente me siento cansado, mareado, aturdido y reventado como nunca antes me había sentido. Como un globo pinchado que se desinfla revoloteando sin rumbo, me levanto y doy cuatro pasos. Sí, me falta el aire. Me cuesta respirar. Mi corazón se acelera tanto que creo que va a saltar de mi pecho. Me tiemblan las manos. Creo que no podré sujetar durante mucho más tiempo la libreta y el bolígrafo con el que escribo estas líneas. Mientras observo la copa caída sobre el confeti que cubre la mesa, me da por pensar en que, al final, sí que ha habido un motivo para llevar a cabo esta fiesta. De pronto veo con claridad que ha sido una fiesta de despedida. Que me han envenenado. Alguien ha puesto algo en mi bebida. Tal y como decían los Ramones en aquella canción. Somebody, somebody put something in my drink. Alguien. Alguna de las personas que acaban de despedirse con una efusividad desmedida, me ha envenenado sabiendo que esta sería, además de una fiesta de un éxito morrocotudo, una fiesta de despedida.
Soy consciente de que, en cualquier momento, ya no podré ni escribir, que todo esto que escribo se quedará sin un final digno. En cualquier momento se cortarán mis palabras, en cualquier momento ya no
miércoles, 18 de marzo de 2009
La Gran Resaca (o En el centro del vacío, hay otra fiesta)
Ay!!!
martes, 17 de marzo de 2009
La Gran Fiesta: Desayuno sin diamantes pero en la cama
Pero, tras cuatro días de fiesta, las doncellas no tienen muy buena cara. Miran al personal con ojos asesinos. Poco a poco, con esas caras largas, van avisando a los huespedes de que mañana, martes, tras el desayuno, han de desalojar el hotel. Les queda una larga jornada de orden y limpieza. Aún así los invitados siguen bailando, aunque sin el brío del principio. Algunos, medio deshidratados, se tumban en los sofás o dejan caer sus vasos, ya vacíos.
Pili y marta hacen malabarismos para la concurrencia.
Tarzán baila con Titina Antelo, recien llegada desde la Patagonia
Pintura de Roy Lichtenstein
Pintura de Toulose Lautrec
Pintura de Auguste Renoir
Pili R., Pablo Gallo y Mais il faut travailler bailan junto a una muchacha a la que nadie conoce.
Viernes 13, 20:35 h
“Y ahora me dirijo al manantial de cerveza, por el que una horda de sedientos se desvive de un modo que no cabe malinterpretar. Cada bebedor debe procurarse su propio vaso, y lo hace con mucho gusto. Si tiene uno, lo lava en la fuente de agua y se hace un hueco allí donde se vende la tal ansiada sustancia. Los vasos se llenan uno tras otro sin descanso; los vasos llenos van que vuelan."
“También rendí visita al salón de baile, donde bailaban mozos y muchachas y un baile costaba veinte céntimos. Allí se ven vestidos verdes, azules y de color rosa, rostros felices, acalorados.”
Fragmento de Merendero, texto de Robert Walser incluido en su libro La habitación del poeta.
Una chica entró en el café y se sentó sola en una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.
La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo Internet es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
Fragmento de París era una fiesta, de Ernest Hemingway. Fragmento en el que,obviamente, he cambiado, al final, la palabra París por la palabra Internet.
Vilallonga invitando a fumar al personal.
Mais il faut travailler, abajo a la derecha, canta su canción preferida. Mientras, Carmen, sujetando una bandeja, ofrece canapés a Diestro y Siniestra, amigos suyos desde la infancia.
Nestor Aulengo ha llegado disfrazado de mujer.