sábado, 29 de noviembre de 2008

Amé a Betty


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Para Elena

AMÉ A BETTY


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Fui un niño arrubiado. Aunque con el paso de los años mi cabello se fue oscureciendo para acabar tornarse ahora grisáceo a causa de las canas, fui un niño arrubiado. Un niño arrubiado que sentía una enorme admiración por Popeye. Era sin duda mi dibujo animado preferido. Pero había otros. También adoraba a Los Picapiedra. Y como fui un niño arrubiado, me sentía identificado con Pablo Mármol. Aunque en la serie parezca un tanto bobalicón y torpe, yo quería ser Pablo Mármol. Además, su mujer, Betty, me parecía mucho más guapa que Vilma, la mujer de Pedro Picapiedra. Sí, creo que en el fondo yo quería ser Pablo Mármol porque me gustaba su mujer. Por extraño que parezca, mis primeras fantasías eróticas fueron con ella. Con Betty. Con un dibujo animado. Estuve muy enamorado de Betty. Colgado de Betty, como suele decirse de manera vulgar pero muy acertada. Me sentaba ante el televisor y, durante los veinticinco minutos que duraba un capítulo, no pestañeaba. No pestañeaba de forma literal. No realizaba ni un solo pestañeo. Mi padres, preocupados por si hubiese caído en algún extraño estado de shock, chasqueaban sus dedos ante mis ojos para llamar mi atención. Pero nada, durante los veinticinco minutos que duraba un capítulo, no pestañeaba. Así que me llevaron a la consulta de un oculista amigo de mi padre. Recuerdo que el Doctor Farfásolo era un tipo amable que siempre sonreía. Me hizo diferentes pruebas ópticas y terminó sentenciando Este muchacho está como un roble. Entonces mis padres se quedaron más tranquilos y dejaron de preocuparse cuando veían que, sentado ante el televisor, sin quitar ojo a Los Picapiedra durante los veinticinco minutos que duraba un capítulo, no pestañeaba. A menudo, de esos veinticinco minutos, me sobraban quince. Llegue a estar tan enamorado de Betty, que si ella no aparecía en la pantalla para mí las escenas carecían de todo interés. Entre aparición y aparición de Betty, en ese intervalo de tiempo que se me hacía eterno, recordaba sus últimas intervenciones. Lo bien que hablaba, lo guapa que estaba, lo sensuales que me parecían sus andares, lo bien que sonaba, saliendo de su boca, cuchi cuchi, que era el apodo cariñoso con el que llamaba a su marido. Llegue a tener un poster de Betty en mi habitación. Un poster de Betty junto a uno de Marilyn Monroe. Pero yo, por extraño que parezca, hasta que fui a parar a un colegio mixto después de años de estudiar en uno de curas, preferí, durante mucho tiempo, observar a Betty sin pestañear.


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Los Picapiedra (The Flinstones), de la productora Hanna Barbera.
Serie aparecida por primera vez en la cadena estadounidense ABC
el 30 de septiembra de 1960, con un total de 166 capítulos.

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Los Picapiedra en su troncomóvil.

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Imagen del poster de Betty que durante años miré sin pestañear.


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viernes, 28 de noviembre de 2008

ESPACIO DE ARTISTA (VI): Paul Klee

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Como bien saben todos aquellos que me conocen un poco, aunque hace ya tiempo que asumí que nunca llegaría a serlo, quise ser pintor. Quise ser pintor cuando descubrí la obra de Paul Klee. Antes ni siquiera se me había ocurrido pensar en ello. Pero en el momento en que, hace ya muchos años, durante mi adolescencia, en un suplemento dominical, me topé con un reportaje sobre Paul Klee, quise ser pintor. Es Paul Klee uno de mis artistas preferidos. Un artista que, una vez que se encontraba en el estudio, tenía algunas manías. Pero no manías demasiado extravagantes. No. Eran las suyas manías bastante razonables. Le gustaba a Klee sentarse y ladear su cabeza para observar sus pinturas. Primero la ladeaba hacia la derecha y la dejaba descansar en la palma de su mano. Unos minutos después hacía lo mismo ladeando su cabeza hacia el lado izquierdo. Muchas veces, tras un rato de ensimismada observación con su cabeza ladeada, se levantaba y, con medido entusiasmo, le daba la vuelta al cuadro. Le daba la vuelta poniéndolo patas arriba. Le daba la vuelta al cuadro como si le diese la vuelta al mundo. Así nacían otras muchas posibilidades. El abanico se abría más y más regalándole aires de un frescor lejano. Aires que le envolvían dejándole de nuevo ensimismado. Sí, así es, podría decirse que el ensimismamiento era el estado habitual de Paul Klee cuando se encontraba en el estudio. De vez en cuando también le daba por juguetear con los marcos de sus cuadros. Los situaba en su regazo y los zarandeaba nervioso mientras visualizaba como enfrentarse al lienzo. Y si veía que algo no funcionaba como a él le gustaría sobre la tela, se ponía a dibujar. Cogía papel y lápiz y cambiaba de aventura. Cambiaba el blanco del lienzo por el blanco del papel. En el blanco del papel se encontraba Paul Klee muy a gusto. En el blanco del papel, de nuevo ensimismado, Paul Klee se encontraba como en casa.

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Paul Klee en su estudio de la Bauhaus, Weimar, 1924.
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Paul Klee contemplando uno de sus dibujos, 1939 .
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"Ensimismado", autorretrato realizado por Paul Klee en 1925.

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Paul Klee de nuevo ensimismado, esta vez ante la cámara.
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jueves, 27 de noviembre de 2008

Un pintor alemán contemporáneo

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Pintura de Neo Rauch, Aufstand, 2004. Óleo, 199 x 275 cm.
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Neo Rauch (Leipzig, Alemania, 1960)
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Fragmentos de una entrevista con Neo Rauch,
extraídos del número 58 de la revista Arte y parte:
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"Cuando estoy delante de un lienzo en blanco es como si estuviera ante un muro de niebla. Antes de dar un arriesgado paso en este territorio desconocido, la cuestión que se me plantea es la de qué encontraré allí y qué equipo necesitaré para emprender con éxito esta excursión".
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"Con estremecimiento abro las diversas habitaciones contaminadas y cojo materiales variados para almacenarlos temporalmente en los territorios de mis cuadros. Saco temerosamente motivos de los barracones en cuarentena y les ofrezco la posibilidad de mudarse a mis habitaciones de niebla. Me aseguro que sean cómodas instalando un poco de cultura allí y, en todas estas acciones, soy felizmente consciente del estrecho barranco por el que podría caer de cabeza al absurdo, lo banal y lo vergonzante. Así que, a mi manera, trabajo en territorios fronterizos, que es donde deberían estar instalados siempre los estudios de los artistas."
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"... elementos como Balthus, Vermeer, Tintín, Donald Judd, el pato Donald, el ´agitprop´y la chatarra publicitaria, pueden fluir juntos en el sembrado de un paisaje de mi infancia y generar un conglomerado de injertos sorprendentemente razonable."
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Späher, 2002. Óleo sobre lienzo, 50 x 40 cm.
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miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mi reino por un hotel

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Cuando tenía diez años vi por primera vez Psicosis, la famosa película de Alfred Hitchcock. Desde entonces soñé con llegar a tener algún día un hotelucho de mi propiedad. Al final encontré este situado junto a una vía. Hice algunas reformas, la verdad es que no demasiadas, y abrí sus puertas. Es cierto que algunos huéspedes se quejan por los ruidos que hacen los trenes al pasar. Pero la mayoría admiran las preciosas reproducciones de pinturas que adornan pasillos y habitaciones. Por eso las he puesto. Para que al contemplar estas obras de arte, aunque sean simples láminas compradas en un bazar, se olviden de los ruidos que provienen del exterior. Además, haciendo que los huespedes mantengan su mirada en las paredes, sé que no se fijarán en las cucarachas que corretean de vez en cuando por el suelo. No hay duda de que este hotel no sería lo mismo sin esas imágenes que cautivan las miradas de los que deciden hospedarse aquí. Esas imágenes son mi salvación. Esas imágenes son las que realmente mantienen a flote este humilde lugar de hospedaje en el que muchos no entrarían si no fuese por el placer que puede producir el contemplar un rostro terrorífico, una muchacha saliendo de la ducha o una casa junto a una vía pintada por Edward Hopper en 1925.



Janet Leigh recien salida de la ducha
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Casa junto a la vía, pintura de Edward Hopper en la que se inspiró Alfred Hitchcock
para la casa que aparece en la película Psicosis.
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Escena de la película Psicosis.
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Poema de Gail Levin, aparecido en el libro The Poetry of Solitude,
A Tribute to Edward Hopper (Universe Books, 1995):
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Aquí fuera en el centro exacto del día,
esta casa desgalichada y rara tiene la expresión
del que sufre una mirada fija, del que contiene
el aliento bajo el agua, mudo y expectante;

esta casa se avergüenza
de sí misma, de sus mansardas fantasiosas
y su porche pseudogótico, se avergüenza
de sus hombros y sus manazas torpes.

Pero el hombre del caballete es implacable.
Es tan brutal como el sol, y cree
que la casa tuvo que hacer algo espantoso
a los que en otro tiempo la habitaron

para estar ahora tan atrozmente vacía,
tuvo que hacerle algo al cielo
para que también el cielo esté desierto
y no diga nada. Por ningún lado

crecen árboles ni arbustos: la casa
tuvo que hacerle algo a la tierra.
Lo único presente es una sóla vía
que va recta a lo lejos. No pasa el tren.

Ahora el forastero viene por aquí a diario,
y la casa sospecha que también él
está desolado; desolado
y avergonzado, incluso. La casa empieza

a mirarle de frente. Y sin saber cómo,
la tela en blanco va tomando despacio
la expresión de alguien acobardado,
que contiene el aliento bajo el agua.

Hasta que un día el hombre se va.
Es una última sombra de la tarde
que atraviesa la vía y se encamina
por el inmenso campo anochecido.

Pintará otras mansiones abandonadas,
y cristaleras de cafetería borrosas, y escaparates
mal rotulados al borde de los pueblos.
Tendrán siempre la misma expresión,

la desnudez total de alguien que sufre
una mirada fija, alguien americano y desgalichado.
Alguien que va a quedarse solo
una vez más, y ya no lo soporta.

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martes, 25 de noviembre de 2008

UNO

Pintura de Gary Baseman
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Existen días en los que todo sale bien. Uno se levanta feliz, contento, con una sonrisa de oreja a oreja. Uno disfruta de un sabroso desayuno. Uno se lava los dientes y no le sangran las encías. Uno se ducha y el agua está a la temperatura adecuada, ni demasiado caliente ni demasiado fría. Uno sale a la calle y el día, haga un sol esplendido o llueva a cántaros, le parece maravilloso. Uno sube al coche y conduce con sosiego aún a pesar de los pitidos e insultos de otros conductores. Uno llega al trabajo con ganas de trabajar, y, durante el tiempo que está en la oficina, todo va como la seda. Uno se sienta ante una montaña, no, una montaña no, ante una cordillera de papeles, y lo hace con entusiasmo, un entusiasmo salido de no sé donde, un entusiasmo antiguo, tan antiguo como la Venus de Willendorf o las pinturas de Altamira. Uno, tras un día de arduo trabajo, sale de la oficina sintiéndose realizado, sube de nuevo a su coche y conduce con sosiego aún a pesar se los pitidos e insultos de otros conductores. Uno llega a casa y, al abrir el correo, recibe una carta en la que se le notifica que la declaración de la renta le da a devolver. Uno abre una botella de vino para celebrarlo y se prepara una cena especial. Uno se sienta ante el televisor y, nada más encenderlo, se encuentra con que comienza su película preferida, aquella que vio hace ya muchos años en el cine con Berta, su primera novia. Uno la ve recordando en que escenas besó a Berta. Uno la ve recordando en que escenas Berta le beso. Uno la ve aún a pesar de los anuncios que, cada cuarto de hora, interrumpen la emisión de la película. Uno la ve hasta el final. Uno la ve. Uno.

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Fragmento de una pintura de Edward Hopper
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lunes, 24 de noviembre de 2008

Una confesión

Ramón Casás y Santiago Rusiñol retratándose (S. Rusiñol, 1890)
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Quise ser pintor. Sí. Cuando tenía veinte años. Se me metió en la cabeza ponerme a pintar. Pintar no es lo mismo que ser pintor. Yo me puse a pintar pero no llegue a ser pintor. Hice incluso una exposición en un bar. Vendí dos cuadros. Uno lo compró mi tía Leonor. El otro un amigo de mis padres. Un día me dije que no merecía la pena seguir pintando si no era capaz de hacer algo que no hubiese sido hecho antes y que fuese de una originalidad fuera de toda duda. Así fue como dejé de pintar. Dediqué todo un año de mi vida a pintar pero no llegué a ser pintor. Pintar no es lo mismo que ser pintor. Todavía conservo algunos de mis cuadros en el desván de la masía de mis padres. Alguna vez me topo con ellos y los desempolvo y los miro y me digo que no están nada mal pero que sin duda carecen de la originalidad que espero de cualquier pintura realizada por un pintor que dedique su tiempo a pintar. No siento la menor nostalgia por los días en que quise ser pintor. Era ingenuo y alocado. Me da la risa cuando recuerdo que quise ser pintor. Una risa entrecortada que nada tiene que ver con el sonido del viento durante un violáceo atardecer de noviembre.

viernes, 21 de noviembre de 2008

ESPACIO DE ARTISTA (V): Constantine Brancusi

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El escultor Constantine Brancusi en su estudio parisino
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Tras abandonar Rumanía, país en el que nació en 1876, Constantin Brancusi llegó a París en 1904. Aunque introvertido y taciturno, no tardó Brancusi en hacer algunas amistades en la ciudad francesa. Pero no se hacía amigo de cualquiera. No. Primero entabló amistad con el pintor Amadeo Modigliani. Después se hizo también amigo del músico Erik Satie. Por la misma época hizo muy buenas migas con Marcel Duchamp. Creo que queda claro que no se hacía Brancusi amigo de cualquiera. No. Pero las suyas eran amistades intermitentes, pues Brancusi pasaba largas temporadas enclaustrado en su estudio, sin apenas ver a nadie. Entraba en su guarida cuando todavía no había amanecido y salía de allí bien entrada la noche. Podía pasarse horas, días, incluso meses, sentado ante una enorme piedra antes de comenzar a esculpirla. La miraba como quien contempla el mar, las nubes o el vuelo de un halcón. Hasta que llegaba un día en que, mientras observaba el color del marmol, asentía con un leve vaivén de su cabeza y, tras levantarse con el cincel y el martillo en sus manos, se enfrentaba a la piedra con un continuo golpeteo que bien podría recordar al latir de un corazón. De un corazón pausado. De un corazón sin prisas. A veces también trabajaba la madera. Para este material, además de utilizar varias gubias, se valía de un hacha. Un hacha que había viajado con él desde Rumanía y que perteneció a su abuelo. Hace unos años pude ver, en el Centro de Arte Georges Pompidou de París, una maravillosa reconstrucción del estudio del escultor rumano. Tal y como puede observarse en alguna fotografía, comprobé que Brancusi tenía un gran ventanal en su estudio. Ventanal por el que veía pasar la nubes. Y así, viendo pasar las nubes, imaginaba Brancusi que sus esculturas alcanzaban el cielo para perderse después en el espacio. Por eso sus obras tienen títulos como Columna sin fin, títulos como Columna del infinito. O títulos como Pájaro en el espacio, pues entre nube y nube, siempre le gustó a Brancusi seguir con su mirada las piruetas de las aves que danzaban en el aire.

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miércoles, 19 de noviembre de 2008

Adiós a Guy Peellaert

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Guy Peellaert (1934-2008)
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Para quien no lo sepa o nunca haya estado allí, en París, como en cualquier otra ciudad del mundo, la gente se muere. En París, este pasado lunes 17 de noviembre, ha muerto, a los setenta y cuatro años, Guy Peellaert. Gran artista belga, nacido en Bruselas en 1934, que a finales de los años sesenta introdujo el pop art en el mundo del cómic, con el titulado Jodelley primero y con Pravda la survireuse después. Conocido por el gran público sobre todo por sus pinturas para discos y películas. Realizó, por ejemplo, la portada del disco Diamond dogs de David Bowie, o del It´s only Rock & Roll de los Rolling Stones. En cuanto a carteles de películas, entre otros muchos, hizo nada más y nada menos que los de Taxi Driver de Scorsese, Paris-Texas de Wenders o Short Cuts de Altman.
Dicen los medios que, tras una larga enfermedad, ha muerto Peellaert debido a un paro cardíaco. Y es que en París, para quien no lo sepa o nunca haya estado allí, a la gente también se le para el corazón. Y como en cualquier otra ciudad del mundo, cuando al corazón le da por pararse, ya poco se puede hacer.
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Portada del disco Diamond dogs de David Bowie
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Portada del disco It´s only Rock & Roll de los Rolling Stones
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Cartel de la película Taxi Driver de Scorsese
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Cartel de la película París-Texas de Wim Wenders
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Cartel de la película Short Cuts de Robert Altman

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martes, 18 de noviembre de 2008

El hombre de su vida

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Pintura de Balthus
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Es mediodía, el mediodía de un luminoso sábado de noviembre. Idóneo para salir a pasear. Pero Adelaida se mira al espejo y sólo piensa en que, por la noche, a eso de las diez, cenará con El hombre de su vida. Espera Adelaida que en el transcurso de esa velada, El hombre de su vida le pida matrimonio. Se mira al espejo y se encuentra fea. Además de las ojeras y la sequedad de su piel, le disgusta sobre todo el aspecto de su pelo. Le parece desmadejado, lacio, sin volumen alguno. Se pasa un cepillo varias veces por el cabello y, después, mirándolo fijamente, comprueba que está lleno de pelos, pelos enredados en sus púas que a Adelaida le recuerdan a un montón de algas enmarañadas en un embarcadero. Entonces recuerda el anuncio que ha visto el día anterior en el escaparate de la farmacia de su barrio. Tarda muy poco en ponerse los zapatos, la bufanda y la gabardina y sale pitando a la calle. En un abrir y cerrar de ojos se encuentra ante la farmacia. Lee de nuevo el anuncio: Su cabello crecerá 3, 6, 10 centímetros (y más) y al mismo tiempo se vigorizará duplicando su volumen ¡Es increíble! Entra en el establecimiento y pide impaciente la loción que hace tales maravillas. Mirándolo primero con escepticismo, la farmacéutica envuelve después con indiferencia el producto para Adelaida. Esta abandona la mar de contenta la farmacia y, antes de dirigirse a casa para untar aquel potingue en su cabellera, lee una vez más el anunció del escaparate: Su cabello crecerá 3, 6, 10 centímetros (y más) y al mismo tiempo se vigorizará duplicando su volumen ¡Es increíble! Una vez en casa, pasa la tarde con el ungüento en su cabello, tapado con un paño húmedo, tal y como indica el prospecto.

A las ocho, dos horas antes de su ansiada cita, Adelaida se quita el emplasto, se lava la cabeza y atusa su pelo mientras utiliza el secador. A continuación se mira al espejo. Maravillada, obnubilada, incluso boquiabierta, contempla como su cabello brilla como nunca repleto de volumen. Le parece también que ha crecido levemente. A las ocho y media vuelve a mirarse al espejo. Esta vez se asusta un poco al ver que su pelo ha crecido unos treinta centímetros, hasta alcanzar su trasero. Después se dice que no está nada mal, que aquella larga melena favorece sus andares. A las nueve comprueba que ha crecido otros treinta centímetros. Entonces, más asustada, agarra unas tijeras y, con un firme ras-ras-ras, corta su cabello a la altura de la mitad de su espalda, tal y como estaba antes de utilizar la loción mágica. A las nueve y media, justo antes de salir de casa, nota que su cabello ha crecido de nuevo unos centímetros, pero se le hace tarde y ya no puede hacer nada, así que se dirige al restaurante en el que se ha citado con El hombre de su vida. Llegan los dos puntuales. El hombre de su vida la piropea nada más verla, haciendo referencia a su voluminoso peinado. Adelaida esboza una sonrisa, una sonrisa nerviosa. El hombre de su vida no es ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni listo ni tonto, ni agradable ni pelmazo; pero para Adelaida es, sin lugar a dudas, El hombre de su vida. Tras media hora de insulsa velada, habiendo olvidado lo del crece-pelo, dice Adelaida que va un momento a los aseos, lleva un buen rato aguantando la presión de su vejiga. Se levanta y echa a andar sin darse cuenta de que arrastra una melena de más de tres metros de longitud. El hombre de su vida, anonadado, con sus ojos como platos, se atraganta y da un buen trago de vino tras ver aquella maraña de pelo desfilando hacia los aseos, arrastrando todo lo que encuentra a su paso. Adelaida no se percata de la largura que ha adquirido su cabello hasta que, al ir a sentarse en la taza, sus tobillos se enredan en su pelambrera. Aterrorizada por lo que El hombre de su vida pueda pensar, se tira un cuarto de hora ahí encerrada sin saber que hacer. Al fin, diciéndose que el amor todo lo puede, se decide a salir.

El hombre de su vida ya no está. El camarero, con una expresión entre la amabilidad, la compasión y el asco, le dice que El hombre de su vida se fue en cuanto ella entró en los aseos, pero que, antes de huir despavorido, pagó la cena. Entonces Adelaida pide un chupito de whisky y, tras bebérselo de un trago, se dirige a casa arrastrando la enorme pelambrera que, tal y como anunciaba el cartel del escaparate de la farmacia de su barrio, no deja de crecer.

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Xilografía de Hashiguchi Goyô (1880-1921)
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lunes, 17 de noviembre de 2008

Ha nacido un blog

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El sueño de Kafka (dibujo metapatafísico de Pablo Gallo)
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Empezaré esta semana de otoño anunciando el nacimento de un nuevo blog. Me llegó ayer un email de Pablo Gallo, en el que me enviaba la dirección de su muy reciente blog: http://elblogdepablogallo.blogspot.com/. Este artista coruñés nos muestra, por ahora, sus últimos dibujos metapatafísicos y nos habla de exposiciones en las que participa. Espero que pronto también nos anuncie por ahí la publicación del Libro de voyeur, en el que no hace mucho me invitó a participar, y en el que me siento orgullosísimo de colaborar, no sólo por los maravillosos dibujos de Pablo sino también por los muchos, variados y admirables escritores que particpan en el proyecto. Habrá que seguir de cerca este nuevo blog, en el que además hay enlaces a varias páginas de Pablo Gallo, a la ya mencionada del Libro de voyeur, a la de sus pinturas y a la de sus deslumbrantes micrometrajes.
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Retrato de Stevenson (dibujo metapatafísico de Pablo Gallo)

viernes, 14 de noviembre de 2008

ESPACIO DE ARTISTA (IV): Giorgio Morandi

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Pintura de Giorgio Morandi
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Giorgio Morandi (Bolonia, Italia, 1890-1964)

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Me encanta ojear un viejo libro con reproducciones de pinturas de Giorgio Morandi. Sus sutiles pinceladas. Sus sobrios bodegones repletos de sosiego. Aunque lo cierto es que se me pone la piel de gallina al recordar que, el autor de esas sutiles pinceladas, de esos sobrios bodegones repletos de sosiego, pasó su vida afiliado al partido fascista italiano. Todos cometemos errores, algunos descomunales. Como artista se ha dicho muchas veces que Giorgio Morandi llevó una vida escondida, dedicada al trabajo y a la sencillez de su existencia, sin rasgo alguno de excentricidad. No estoy muy de acuerdo con tales afirmaciones. Sobre todo tras conocer ciertos detalles que hacen referencia a la manera en que el pintor italiano se enfrentaba al lienzo en blanco. Es cierto que, al contrario de sus contemporáneos, él nunca visitó París. Es cierto que apenas salió de Italia un par de veces y no se fue muy lejos. Es cierto que llevó una existencia austera, casi monacal. Es cierto que vivió en Bolonia con sus dos hermanas hasta que murió un 18 de junio de 1964. Pero extravagancias, lo que se dice extravagancias, alguna dejó entrever. Tan sólo el hecho de pintar durante toda una vida la misma docena de objetos, podría ser considerado por más de uno como un claro síntoma de extravagancia. Además, cogía las botellas, latas y jarras que pretendía retratar, y les daba una mano de blanco de zinc o de rojo oxido de hierro. Después, las ponía sobre una mesa para que posasen para él. Era entonces cuando consideraba que los objetos estaban listos para ser retratados. Pero no sólo con esta artimaña lograba la atmósfera metafísica de sus pinturas, no sólo así lograba la ingravidez en la que parecen sumidos sus objetos. Miraba, de manera intermitente, primero hacia las botellas, después hacia el lienzo. Cuando hacía esto, tenía que levantar sus gafas también de manera intermitente. Necesitaba las gafas para ver con claridad las pinceladas que daba sobre la tela, pero no las necesitaba para ver los objetos. Prefería Morandi ver las botellas, latas y jarras de una manera más bien borrosa. Era este el secreto para conseguir la famosa atmósfera de sus cuadros, la falta de nitidez en la visión de los objetos que posaban para él. Pero el hecho de tener que levantar sus gafas de manera intermitente, solía terminar por producirle cierto escozor en las orejas. Así que, un día, decidió ponerse un poco de algodón en la parte superior de las mismas. El invento funcionó y no dejó de hacer esto hasta el final de sus días. En alguna fotografía puede apreciarse el blanco del algodón sobre sus órganos auditivos.

Cuando llegaba la noche, antes de abandonar la habitación en la que pintaba (era una habitación contigua al dormitorio de sus hermanas), ataba sus pinceles como si fuesen un manojo de espárragos. Hacías esto porque decía que así le recordaban a los espárragos pintados por Edouard Manet en 1880. A mí, que tengo debilidad por todo tipo de frutos marinos, los vegetales pintados por Manet siempre me han recordado a un buen manojo de navajas gallegas. Pero a Morandi, que era de tierra adentro, sus pinceles le recordaban a un manojo de espárragos, uno de esos manojos pintados por Edouard Manet en 1880. Aunque también, según cuentan, le recordaban a los manojos de espárragos que, en su infancia, muy de tarde en tarde, su madre compraba en el mercado municipal de la distinguida ciudad de Bolonia.

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Giorgio Morandi observando los objetos que retrató una y otra vez

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Manojo de pinceles utilizados por Morandi


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Manojo de esparragos pintado por Edouard Manet en 1880


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Manojos de navajas gallegas


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jueves, 13 de noviembre de 2008

El pintor que ganó la gracia del mar

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Pintura de Urbano Lugrís (Galicia,1908-1973)

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A hurtadillas, sin hacer el menor ruido, como quien no quiere la cosa, un buen día penetré en el blog de Antón Castro. Una vez allí, me hice con uno de sus cuentos. Un cuento dedicado al pintor Pedro Sanjurjo. Y no sólo eso, también me llevé al bolsillo una de sus fotografías preferidas, una fotografía en la que aparece un niño con un barco de juguete que lleva por nombre Javiota, una fotografía de José Suárez. Después, de nuevo a hurtadillas, sin hacer el menor ruido, me vine a mi hotel. Y colgué en la pared de mi dormitorio tanto la fotografía como el cuento. Para poder verlos cuando quiera. Para poder verlos cuando no me apetezca salir de este hotel junto a la vía.


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El pintor que ganó la gracia del mar

por Antón Castro

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Nunca supo muy bien por qué amaba tanto el mar y sus ecos. Lo amaba y lo deseaba mucho antes de verlo. Casi desde niño. Su padre, licenciado en sedas y tejidos con comercio propio, decidió alimentarle esa pasión. Acomodó, en la trastienda, que también era taller, una pequeña estancia, alejada de los tres empleados de sastrería, con un biombo de tela que reproducía paisajes marinos de Turner. Y en el interior, le instaló una pequeña mesa y una estantería, que fue llenando de libros de navegación y de aventuras marinas. Así, a medida que crecía y pasaba de la infancia a la adolescencia y a la primera juventud, veía como los estantes se llenaban con monografías sobre faros, barcos, piratas y naufragios, y se acrecentaban los libros con un fondo de agua marina de Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Herman Melville, Joseph Conrad, un raro poeta gallego, Manuel Antonio, Fernando Pessoa, Samuel Taylor Coleridge e incluso Luis Cernuda, que tenía un prodigioso poema dedicado a un joven marino. Por la noche, antes de la cena, José Lareo, que también le dio ese nombre a su hijo, reclamaba al muchacho, y se quedaban un par de horas en la estancia. Leían juntos, repasaban las aventuras marítimas; al padre lo que más le emocionaba era cuando el muchacho, como si fuese un rapsoda antiguo, declamaba en voz alta los textos con aquella terminología tan específica, con aquellos héroes que vivían envueltos en el peligro y en la búsqueda de amores imposibles mientras la sombra de los corsarios avanzaba por la proa o por la popa. Algún tiempo después, el padre decidió ensanchar aquel mundo íntimo, todavía no corroborado con la realidad, con libros de arte y con las obras, en cómic, de Hugo Pratt. Y un día, tal vez cuando el joven cumplió 19 años, el padre plantó por sorpresa un caballete y cajas de óleos, colores, carboncillos y acuarelas. Le dijo: “Haz lo que sepas”.

José Lareo se convirtió en pintor del mar. Inventaba lo que no había visto, pero sí lo que había soñado. Lo que sus autores preferidos le habían arrojado en la cabeza y en la piel como un temporal de incitaciones y de incertidumbres. Así empezó: derramándose en afanes y en colores. Pero sus mares eran distintos: desapacibles, inquietantes, helados, rotos por la espuma, truncados en su oleaje por un barco a la deriva, un iceberg que se desparrama de súbito en añicos, por piedras que asoman de súbito con un triángulo de última resistencia. El joven, que seguía leyendo, y había descubierto a Jorge Luis Borges, los llamó “Mares metafísicos”, mares que, de alguna forma, resumían el desorden, la vacuidad y el olvido del mundo. José Lareo vivía para su pintura y vivía para el mar. Los cuadros empezaron a multiplicarse y con ellos los hielos, los fragmentos de madera, los resquicios de metal, los cordajes, los mástiles quebrados, que se elevaban siempre sobre una superficie casi agónica y espectral, bellísima en su desamparo o en sus rigores, como almas muertas. Para José Lareo la pintura era sustancia y mito, artesanía de la mancha y del color sobre un piélago de sensaciones que era el lienzo.

Su padre lo vio partir, buscar un nuevo estudio, exponer sus inquietantes sueños en público. Lo vio titular sus cuadros y descubría, siempre, el eco de un poema más o menos conocido, la entrada de un diccionario de Náutica, la reminiscencia de una conversación en el minúsculo taller de sastrería. El hijo, pintor cada vez más complejo y atormentado, nadaba en el desasosiego y decidió titular una de sus muestras “Maderas de pecio”, y otra “Los restos del naufragio”, y una tercera, quizá las más bella de todas, “Pintar el mar cansa”.

Por fin, José Lareo decidió ver el océano. Lo vio en Cantabria, en Asturias, en el Mediterráneo, en Costa da Morte. Lo vio y lo fotografió. Lo observó días, meses enteros y lo interiorizó sin poder siquiera hacer un dibujo, una acuarela súbita. Acumuló conchas y caracolas, ordenó sus archivos, escribió algunos diarios sobre su experiencia. Una mañana cualquiera, el padre recibió una carta, no una llamada de teléfono ni un e-mail, donde José Lareo, su hijo, le decía: “Acabo de embarcar. Llevo mis pinturas y mi caballete. Algún día volveré”.

Regresó sí: enjuto, con gorra de marino y tres baúles con lienzos enrollados. El mar, un gran pez blanco sin apenas horizonte, era como un ser vivo o una tumba voraz de despojos y de soledades.


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Pintura de Urbano Lugrís
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Fotografía de José Suárez
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miércoles, 12 de noviembre de 2008

Inclemencias

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Fragmento de una pintura de David Hockney


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Cuento del libro Tras el pinar un grito:

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INCLEMENCIAS



Las inclemencias del tiempo le desanimaron a salir de casa durante todo el fin de semana. Así que, allí encerrado, se dispuso a llevar a cabo todo aquello que tenía pendiente. Pasó el fin de semana dispuesto, preparado, con la firme convicción de llevar a cabo todo aquello que había apuntado en un papelito cuadriculado: encolar la mesa de la cocina, tapar el desconchado de humedad del techo del cuarto de baño, arreglar el cajón de la cómoda, barnizar la nueva estantería, hacer limpieza a fondo en toda la casa, cocinar de manera abundante para no tener que hacerlo durante toda la semana, planchar la montaña de ropa que había sobre la mesa de la sala, comenzar a escribir el cuarto capítulo de la cuarta novela que intentaba escribir, cortarse las uñas de los pies.

Pasó todo el tiempo dispuesto, preparado, con la firme convicción de llevar a cabo todo aquello pendiente que había apuntado en un papelito cuadriculado. Y, al final, no hizo nada de nada. El fin de semana voló sin darse cuenta, ojeando, sentado en un rincón, catálogos de sus pintores preferidos. El domingo, ya de noche, unos segundos antes de meterse en la cama, mientras escuchaba como la lluvia seguía golpeando con insistencia la ventana de su dormitorio, miró con desagrado, casi con repugnancia, las uñas de sus pies, y, dispuesto, preparado, con la firme convicción de quien cree perder la cabeza, se echó a reír hasta quedarse roque.



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Autorretrato riendo, Rembrandt

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martes, 11 de noviembre de 2008

RARO DONDE LOS HAYA (II): Rudolf Wacker



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El pintor Rudolf Wacker (Austria, 1893-1939)
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No sé si existe alguna razón por la cual, en Austria, aparecieron tantos pintores raros donde los haya durante el siglo XX. He hablado aquí recientemente sobre Alfons Walde, el pintor de la nieve. Hoy le toca el turno a Rudolf Wacker, el pintor de las naturalezas muertas con juguetes.
Rudolf Wacker conservó toda su vida, desde su infancia, algunos de sus juguetes preferidos. Además de estos, coleccionaba otros juguetes que adquiría en bazares o tienduchas para retratarlos después. Llego a poseer 11.139 juguetes diferentes. Juguetes llegados desde Japón, juguetes de Oceanía, juguetes peruanos, juguetes estadounidenses, juguetes de todos y cada uno de los paises de Europa...
Nada había a la vista en su casona de campo que no fueran juguetes, a excepción de algún que otro cactus, planta que siempre cultivó con el famoso esmero austríaco. También se decía de él, que era amigo del vudú, y que a muchos de los muñecos que poseía les ponía nombres y apellidos. Tras toda una vida pintando aquellos juguetes, en su último cuadro, le dio por retratar una vieja cabaña que había no muy lejos de donde vivió hasta el final de sus días, junto al lago Bodensee.
Cuentan que tras su muerte, se realizó una repartición de los juguetes de Rudolf Wacker entre los niños de la zona. Pero, tras cogerlos con sus manos, todos y cada uno de los niños, aterrados, los soltaron gritando. Como si hubiesen sufrido violentas descargas eléctricas.
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Muñeca japonesa con narciso, 52 x 39 cm, 1937

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24 x 31 cm, 1934
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92 x 56 cm, 1930

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Lago Bodensee, 25 x 37 cm, 1939

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