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Pintura de Urbano Lugrís (Galicia,1908-1973) *
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A hurtadillas, sin hacer el menor ruido, como quien no quiere la cosa, un buen día penetré en el blog de Antón Castro. Una vez allí, me hice con uno de sus cuentos. Un cuento dedicado al pintor Pedro Sanjurjo. Y no sólo eso, también me llevé al bolsillo una de sus fotografías preferidas, una fotografía en la que aparece un niño con un barco de juguete que lleva por nombre Javiota, una fotografía de José Suárez. Después, de nuevo a hurtadillas, sin hacer el menor ruido, me vine a mi hotel. Y colgué en la pared de mi dormitorio tanto la fotografía como el cuento. Para poder verlos cuando quiera. Para poder verlos cuando no me apetezca salir de este hotel junto a la vía.
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El pintor que ganó la gracia del mar
por Antón Castro
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Nunca supo muy bien por qué amaba tanto el mar y sus ecos. Lo amaba y lo deseaba mucho antes de verlo. Casi desde niño. Su padre, licenciado en sedas y tejidos con comercio propio, decidió alimentarle esa pasión. Acomodó, en la trastienda, que también era taller, una pequeña estancia, alejada de los tres empleados de sastrería, con un biombo de tela que reproducía paisajes marinos de Turner. Y en el interior, le instaló una pequeña mesa y una estantería, que fue llenando de libros de navegación y de aventuras marinas. Así, a medida que crecía y pasaba de la infancia a la adolescencia y a la primera juventud, veía como los estantes se llenaban con monografías sobre faros, barcos, piratas y naufragios, y se acrecentaban los libros con un fondo de agua marina de Edgar Allan Poe, Jonathan Swift, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Herman Melville, Joseph Conrad, un raro poeta gallego, Manuel Antonio, Fernando Pessoa, Samuel Taylor Coleridge e incluso Luis Cernuda, que tenía un prodigioso poema dedicado a un joven marino. Por la noche, antes de la cena, José Lareo, que también le dio ese nombre a su hijo, reclamaba al muchacho, y se quedaban un par de horas en la estancia. Leían juntos, repasaban las aventuras marítimas; al padre lo que más le emocionaba era cuando el muchacho, como si fuese un rapsoda antiguo, declamaba en voz alta los textos con aquella terminología tan específica, con aquellos héroes que vivían envueltos en el peligro y en la búsqueda de amores imposibles mientras la sombra de los corsarios avanzaba por la proa o por la popa. Algún tiempo después, el padre decidió ensanchar aquel mundo íntimo, todavía no corroborado con la realidad, con libros de arte y con las obras, en cómic, de Hugo Pratt. Y un día, tal vez cuando el joven cumplió 19 años, el padre plantó por sorpresa un caballete y cajas de óleos, colores, carboncillos y acuarelas. Le dijo: “Haz lo que sepas”.
José Lareo se convirtió en pintor del mar. Inventaba lo que no había visto, pero sí lo que había soñado. Lo que sus autores preferidos le habían arrojado en la cabeza y en la piel como un temporal de incitaciones y de incertidumbres. Así empezó: derramándose en afanes y en colores. Pero sus mares eran distintos: desapacibles, inquietantes, helados, rotos por la espuma, truncados en su oleaje por un barco a la deriva, un iceberg que se desparrama de súbito en añicos, por piedras que asoman de súbito con un triángulo de última resistencia. El joven, que seguía leyendo, y había descubierto a Jorge Luis Borges, los llamó “Mares metafísicos”, mares que, de alguna forma, resumían el desorden, la vacuidad y el olvido del mundo. José Lareo vivía para su pintura y vivía para el mar. Los cuadros empezaron a multiplicarse y con ellos los hielos, los fragmentos de madera, los resquicios de metal, los cordajes, los mástiles quebrados, que se elevaban siempre sobre una superficie casi agónica y espectral, bellísima en su desamparo o en sus rigores, como almas muertas. Para José Lareo la pintura era sustancia y mito, artesanía de la mancha y del color sobre un piélago de sensaciones que era el lienzo.
Su padre lo vio partir, buscar un nuevo estudio, exponer sus inquietantes sueños en público. Lo vio titular sus cuadros y descubría, siempre, el eco de un poema más o menos conocido, la entrada de un diccionario de Náutica, la reminiscencia de una conversación en el minúsculo taller de sastrería. El hijo, pintor cada vez más complejo y atormentado, nadaba en el desasosiego y decidió titular una de sus muestras “Maderas de pecio”, y otra “Los restos del naufragio”, y una tercera, quizá las más bella de todas, “Pintar el mar cansa”.
Por fin, José Lareo decidió ver el océano. Lo vio en Cantabria, en Asturias, en el Mediterráneo, en Costa da Morte. Lo vio y lo fotografió. Lo observó días, meses enteros y lo interiorizó sin poder siquiera hacer un dibujo, una acuarela súbita. Acumuló conchas y caracolas, ordenó sus archivos, escribió algunos diarios sobre su experiencia. Una mañana cualquiera, el padre recibió una carta, no una llamada de teléfono ni un e-mail, donde José Lareo, su hijo, le decía: “Acabo de embarcar. Llevo mis pinturas y mi caballete. Algún día volveré”.
Regresó sí: enjuto, con gorra de marino y tres baúles con lienzos enrollados. El mar, un gran pez blanco sin apenas horizonte, era como un ser vivo o una tumba voraz de despojos y de soledades.
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Pintura de Urbano Lugrís
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Fotografía de José Suárez ^
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