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- Me dice que le cuente lo que me pasaba, pero la verdad es que ni yo lo sé. Creía que podría hacerlo. Esta vez sí, me decía. Llegaré hasta el final. Lo lograré. Pero una vez más me quedaba a medias. No sabría decir por qué demonios se me atragantaban de aquella manera. Sin embargo sucedía así, tal y como se lo cuento.
Humberto E. mordisqueaba los pellejitos de sus macilentas zarpas mientras me contaba su incapacidad para terminar un cuadro en la época en que, cincuenta años atrás, se dedicaba a pintar.
- Y entonces, usted ya sabe como funciona esto del arte, se pusieron de moda mis pinturas inacabadas. Y hasta las llamaron así, como si fuera una nueva corriente artística, “Las pinturas inacabadas de Humberto E.” Pero aquello fue cosa del galerista Andrés Marmott, él fue quien se empeñó en presentarlas así, sin terminar ni nada. Que a mí, cada vez que pensaba que las iba a exponer de aquella manera, me entraba una congoja de tres pares de cojones y ni comía, ni dormía, ni hacía el amor con la parienta, y sólo pensaba en cuando leches llegaría a terminar uno de los muchos cuadros que tenía empezados en mi estudio, que además se amontonaban allí por decenas y cada vez que entraba me decía a mi mismo “animo chaval, tu puedes, valor y al toro”, y cogía el que me parecía que estaba más avanzado y, después de seis horas dale que te pego al pincel, resulta que en vez de avanzar había retrocedido y aquello me parecía recién empezado.
Miró hacia el techo y, meditabundo, se quedó así, como en trance, unos instantes. A los treinta años, Humberto E. había llegado a exponer en las mejores galerías de París, Londres o Nueva York. Sus pinturas inacabadas causaron furor durante tres o cuatro años. Después, tras morir su padre y convertirse en heredero de una magna fortuna, con una prometedora carrera artística por delante, decidió retirarse a la casa familiar de Águilas, en Murcia, donde, a sus ochenta años, vive todavía hoy apartado del mundo. En estos últimos cincuenta años, no ha vuelto a realizar ninguna exposición ni se ha tenido noticia alguna sobre su actividad artística.
- Lo de Nueva York fue tremendo. Hasta apareció una reseña con mi foto en el New York Times. La gente allí me trataba como si yo fuese Picasso o Dalí, toda una estrella. Pero yo seguía con lo mío, lo que quería era terminar un cuadro, o por lo menos, aunque sólo ocurriese con una de mis pinturas, sentir que estaba acabada, que había desaparecido esa fuerza interior que te obliga a seguir encima del lienzo un día sí y otro también. Porque un cuadro puede estar esbozado y estar más que terminado, sólo hay que ver algunos retratos de Giacometti, que a mí es un artista que siempre me ha gustado mucho, pero este no era mi caso, lo mío era otra cosa, que hasta me dio por ir a un psiquiatra para ver si aquello era algo neuronal o que demonios pasaba dentro de mi cabecita para que no pudiese terminar jamás un cuadro. Pero yo creo que todo era debido a la presión que ejercía sobre mí el galerista Andrés Marmott, que a veces se pasaba por mi estudio y me miraba pintar, y yo, si me miran, es que no puedo pintar, no puedo, y podía sentir como clavaba su mirada en mi cogote y de pronto gritaba “¡no siguas, no siguas, déjalo así, así esta bien!, ¡maravilloso!, ¡extraordinario!.” Y el muy cabrón, porque otra cosa no sé pero cabrón era un rato largo, se llevaba el cuadro así, sin terminar ni nada, cuando aún le hubiera dado yo una buena sarta de pinceladas, y en dos días lo vendía por un dineral, y a mí, que todo aquello me asqueaba, me daba la mitad. Por eso, cuando mi padre la diñó, dejé Madrid y me volví a Águilas. Que aquí se esta muy tranquilo. Y no te creas, que de lo tranquilo que se está, me costó dos años ponerme a pintar, pero cuando volví, poco a poco, empecé a terminar un cuadro y luego otro y otro…y me sentí aliviado y hasta tenía apetito y dormía a pierna suelta y la parienta contenta porque le daba unos meneos de cuidado.
El primer día que visité a Humberto E. en su casa de Águilas, estuvo a punto de echarme de allí a patadas. No era un hombre fácil. Había vivido gran parte de su vida aislado del mundo, siempre con alguien cerca que le dijese a todo que sí. Su mujer, Aurora, era una santa. Sus tres hijas, Guadalupe, Sofía y Marta, amables y entregadas hasta lo inimaginable, se merecerían que alguien les construyese una estatua a la entrada de la casa familiar. Gracias a ellas logré entrevistar a Humberto E. y convencerle de que realizase una exposición con algunas de las pinturas que había realizado durante su exilio voluntario.
- Pero a mí, si le digo la verdad, esto de volver a exponer después de tanto tiempo me da cierto respeto, que mucha gente esperará encontrarse con pinturas inacabadas y las que yo he hecho estos años están todas bien terminadas. Hasta barniz les he puesto. Y las cosas han cambiado mucho, que no es como en mis tiempos, que hoy en día hay muchos artistas y el arte ha avanzado mucho, y a veces tengo la sensación de que yo me he quedado un poco atrás, porque, aunque vivo aquí aislado, todos los días me traen la prensa y me entero de lo que pasa y leo sobre todo las páginas de cultura, que las de deporte, ya se lo he dicho al chico que trae el periódico, a mí no me interesan, que podían quedárselas y descontarme algo del precio. Pero no, dice que eso no puede ser, que el periódico se vende enterito, “de la primera a la última página” dice siempre ese mozo tan aguafiestas.
En aquella época visité a Humberto E. con cierta asiduidad. Yo mismo me encargué de fotografiar las obras que ilustrarían el catálogo de la exposición que tendría lugar en la Sala Varvonni de Madrid en mayo de 1998, escribir el texto que aparecería en las invitaciones, informar del evento a los medios de comunicación pertinentes, llevar a cabo una lista de influyentes invitados…lo deje todo bien atado para que la reaparición de Humberto E. en el caprichoso mundo de las Bellas Artes fuese un éxito inconmensurable.
- Y si le digo la verdad, a mí, lo que me gusta de pintar, es ese momento arrebatador, y muy breve, en el que doy cuatro pinceladas y, al alejarme un poco, me maravillo con lo que he hecho, y mientras un cosquilleo me sube estómago arriba, me preguntó cómo coño he hecho lo que he hecho, porque de tanto estar encima del lienzo ni sé lo que hago ni como pasan las cosas. Ese momento de euforia, que hay quien dice que es como no sé que droga, pero yo drogas no he probado, y otros dicen que es algo parecido a estar loco, y un poco loco si que estoy pero quien no lo está, pues eso, ese momento tan breve es lo que a mi me gusta de estar horas y horas pintando. Lo de exponer es un coñazo, tener que ir a Madrid y todo eso, no me apetece nada.
Los cuadros debían viajar de Águilas a Madrid cuatro días antes de la inauguración. Pero el día en que debían llegar, no aparecieron. Con el temor de que se hubiese echado a atrás en el último momento, llamé por teléfono a Humberto E. que, con voz jovial, descolgó el aparato. Antes de que me diese tiempo a decir nada sobre los cuadros, me dijo que estuviese tranquilo, que ya habían sido empaquetados y enviados pero con un día de retraso debido a un pequeño despiste. Así fue, al día siguiente aparecieron en la Sala Varvonni y dos días después se inauguró la exposición. Fue una inauguración por todo lo alto, entre los presentes estuvieron ilustres políticos y afamados críticos y artistas. Pero de Humberto E. ni rastro. Aunque había prometido asistir al acto, no se presentó. Aquella misma noche le llamé por teléfono, descolgó y, antes de que pudiese decir yo nada, me dijo que no le contase como había ido todo, que no quería saberlo, que, hasta que todo aquello acabase, no quería tener ni la menor noticia de mí. Después colgó el aparato sin que me diese pie ni a decir de acuerdo.
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