Ángel caído mirando una nube, Odilon Redon, 1875
Nada más verme, como si no
hubiesen pasado veinte años y nuestra relación de entonces no fuese tan
enrevesada como una coliflor, aquel antiguo compañero de colegio se abalanzó
sobre mí rodeándome con sus brazos.
Sabía que todos nos miraban, lo
sabía muy bien, todos tenían mil ojos en
ese restaurante en el que nos habíamos juntado para celebrar la reunión de antiguos
alumnos del Colegio Francés de Ordino.
Aquel no fue un simple abrazo. Mientras
me apretaba con fuerza contra su pecho, comenzó a mecerme, de izquierda a
derecha, como si fuese un niño. Sentí una vergüenza atroz. Pensé entonces que
también puede abrazarse con saña. Lo pensé hasta que temí ser engullido por sus
extremidades y, ejerciendo cierta presión con mi abdomen, logré por fin zafarme
de su cuerpo.
El abrazo duró cosa de un minuto.
Un minuto puede parecer poco tiempo, pero hay minutos interminables, que pueden
hacerse eternos, que no parecen acabarse nunca y que cuando por fin se acaban
uno siente tal consuelo que deja que sus hombros se desplomen y un suspiro
abandone su ser acompañado de un alivio infinito.
Después nos sentamos a comer, y el
menú no fue nada del otro mundo.
David y Goliath, Odilon Redon
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