Pintura de Ana Barriga
Sucedió este verano. Eran las
cinco de la madrugada cuando Sira me despertó de un codazo mientras susurraba
con insistencia Hay alguien en la
habitación. Abrí los ojos y pude ver en la penumbra la silueta de una
persona que se dirigía hacia la puerta. Un instante después, escuchamos como se
abría y como se cerraba y como los pasos de aquella persona se perdían por el
pasillo del hotel. Ni siquiera nos levantamos. Le dije a Sira que se trataría
de alguien que se había equivocado de habitación y, simulando despreocupación, di
media vuelta e intenté seguir durmiendo. Me costó cerca de una hora conciliar de
nuevo el sueño, notaba el cuerpo de Sira pegado al mío y su agitado pecho al
respirar, y la verdad es que aquella silueta no se me iba de la cabeza. Por la
mañana le comentamos lo sucedido al recepcionista. Se encogió de hombros y nos
dijo lo mismo que yo le había dicho a Sira, que alguien que se habría
equivocado de habitación. Después añadió, con indiferencia, que había llaves
que podían abrir diferentes cerraduras, que el hotel era muy antiguo, y que
había cosas que seguían igual que hace mil años. Mientras nos hablaba, imaginé
a ese hombre de rostro enjuto plantado ante nuestra cama en plena noche,
mirándonos con sus ojos muy abiertos, abiertos como enormes puertas circulares
que llevasen a enormes habitaciones circulares situadas en su cerebro. También
imaginé a gente pagando elevadas sumas de dinero por ver a otra gente dormir,
personas que sufrieran de insomnio y que necesitasen observar a otras personas
durmiendo, soñando, plácidamente, sin temer ni por un momento que los ojos de
los demás les pudiesen estar observando en lo más profundo de la noche.
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