lunes, 31 de agosto de 2009

AUSENCIA


Pintura de Edward Hopper
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Me digo que los niños pueden llegar a ser muy crueles, sobre todo cuando otro niño es diferente, cuando sufre algún tipo de malformación o es victima de alguna amputación. Yo me quedé sin el dedo meñique de mi mano izquierda cuando tenía ocho años. Ocurrió en Meudón, en la casa de mis abuelos, en aquella casa en la que toda la familia pasamos unos cuantos veranos. En la planta baja había una habitación llena de trastos. Al fondo estaba el banco de carpintero que utilizaba mi abuelo Alain. Colgando del banco había un gran número de herramientas, entre ellas un serrucho medio oxidado. Una mañana de agosto mi primo Eloy y yo, acompañados de Manet -el perro de mis abuelos-, entramos en aquel trastero. Recuerdo que al entrar siempre llamaba mi atención el olor a humedad y serrín que se respiraba allí adentro. Nos pusimos a jugar con distintas herramientas: alicates, destornilladores, tuercas, llaves inglesas… Hasta que por fin los ojos de mi primo Eloy se posaron en aquel serrucho medio oxidado. Lo cogió y dijo que iba a serrar un pequeño listón de madera. Yo me ofrecí como voluntario para sujetar la tablita. Tras agarrarla con mi mano izquierda, Eloy se puso a serrar. Sin saber muy bien como, zarandeó tres o cuatro veces el serrucho y en una de esas sacudidas cercenó mi dedo meñique, que cayó al suelo de inmediato. Entonces, mi primo, al que recuerdo pálido como la nieve, echó a correr en busca de algún adulto. Yo me quedé petrificado, en trance, mirando al suelo, mirando con fijeza mi dedo meñique mientras el corte de mi mano derramaba un incesante goteo de sangre. Al instante Manet se puso a ladrar y enseguida se acercó y cogió el dedo con su boca y echó a correr hacia el exterior. Poco después escuché puertas que se abrían y se cerraban, voces escandalizadas y apresurados pasos acercarse. El primero en aparecer fue mi abuelo Alain. Me cogió en brazos y echó a correr hacia el coche. No tardamos nada en llegar al hospital. Lo primero que allí nos preguntaron fue si teníamos el dedo meñique, a lo que yo respondí que no, que Manet se lo había llevado, lo repetí varias veces. Mi abuelo tuvo que explicarles que Manet era su perro y que su nieto no había perdido la cabeza.

El dedo nunca apareció. En el colegio, a partir de entonces, los niños me llamaron Capitán Garfio; mote más que ridículo para quien tan sólo carece de un dedo meñique, siendo además yo un acérrimo fan de Popeye. Pero los niños pueden llegar a ser muy crueles, sobre todo cuando otro niño es diferente, cuando sufre algún tipo de malformación o es victima de alguna amputación. Durante muchos años me acostumbré a ocultar algo inexistente, y, aunque pudiese parecer fácil, a menudo, en lo que a cuestiones del alma se refiere, algo ausente es mucho más complicado de esconder que algo que se puede palpar. Así fue como me acostumbré a disimular la ausencia de mi dedo meñique: me llevaba la mano a la espalda, la posaba en la cadera con el puño bien cerrado, la metía en el bolsillo, la escondía bajo la pierna cuando estaba sentado, la situaba tras el cuello y simulaba rascar mi nuca. A lo largo de los años concebí mil maneras de ocultar la ausencia de mi dedo meñique, hasta que un buen día me dije que vaya una tontería y decidí que todos debían saber de la ausencia de mi dedo meñique. Así que cambié de estrategia y, entre otras cosas, me puse el reloj en mi muñeca izquierda. Siempre que alguien preguntaba la hora, yo, raudo y veloz, agitaba mi brazo y mostraba a los cuatro vientos la ausencia del dedo meñique de mi mano izquierda. La gente empezó a preguntarme de que manera había perdido el dedo, lo que me dio pie a inventar mil y una historias sobre el cercenamiento de mi extremidad: a unos les contaba que me lo había arrebatado un cocodrilo mientras le daba de comer en un zoológico, a otros que fue debido a que me secuestraron siendo un niño y el dedo había sido enviado a mis padres como aviso, a otros que en una pelea con navajas, a otros que la ausencia era de nacimiento…

Inventé mil y una historias y un buen día decidí pasarlas a papel. Escribí un cuento titulado Cien maneras de perder un dedo. Nunca podré agradecer suficiente a mi primo Eloy el cercenamiento de mi extremidad. Fue así como empecé a escribir, debido a la ausencia del dedo meñique de mi mano izquierda.



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