martes, 6 de agosto de 2013

ARDORES


Los veranos de mi infancia los pasábamos en la masía de mis abuelos hasta que la casa ardió. Se quemó una noche de mediados de agosto. Tendría yo unos ocho años. Recuerdo los gritos de mi abuela alertándonos del fuego. Salimos de allí y no pudimos hacer otra cosa que observar como las llamas devoraban cada rincón de la masía. Todos lloraban. Yo al principio no lo hacía. Miraba el fuego boquiabierto como quien mira unos fuegos artificiales. Pero enseguida observé al resto de la familia y les vi llorando y también yo me puse ello. Lo hice por solidaridad. Recuerdo que no tenía ganas de llorar pero que forcé el llanto imaginando algo terrible. Imaginé a mis padres dentro de la masía, quemándose vivos, y me puse a llorar como el que más. Nunca conocimos el origen del fuego. El abuelo decía que era una maldición que le había echado el vecino. Solían jugar a las cartas en el bar del pueblo y el vecino siempre perdía. Un día, harto de ser conocido como el perdedor del pueblo, el vecino le dijo a mi abuelo que se fuera al infierno y que nunca más jugaría con él. Esa noche la masía ardió y mi abuelo dijo que era cosa del vecino, que le había mandado al infierno. También dijo el abuelo que entre las llamas, en la ventana de su dormitorio, había visto a un ser que le miraba fijamente, un ser hecho de llamas y ascuas que sonreía inmóvil. Al mismísimo infierno nos ha mandado el vecino -dijo mi abuelo- y Satanás se ha presentado en nuestra casa. Tardaron dos años en reconstruir la masía. Tiempo en el que los abuelos vivieron con nosotros en Barcelona. Tiempo en el que le detectaron un cáncer a mi abuela y falleció a las pocas semanas. Tiempo en que la obsesión por su vecino y por Satanás fue creciendo en la mente de mi abuelo. Terminó creyendo que su vecino era Satanás. Cuando regresó a la masía no hablaba de otra cosa. Poco después el vecino apareció muerto en mitad del camino que lleva al río. En su mano derecha tenía una cerilla. Dio la casualidad de que fue mi abuelo quien lo encontró. En el pueblo empezaron a hablar de esa coincidencia y enseguida hubo personas que acusaron a mi abuelo de la muerte de su vecino. Mis padres creyeron que tras la muerte del vecino mi abuelo entraría en razón y se olvidaría de Satanás. Pero sucedió todo lo contrario, empezó a decir que Satanás había abandonado el cuerpo del vecino y ahora anidaba en su interior, que poco a poco iba ganando la batalla, mermando su voluntad, que debíamos alejarnos de él para no volver jamás. Mis padres no le hacían ni caso. Cada quince días le visitábamos. Él siempre hablaba de lo mismo. Se quejaba de ardores de estómago y de aftas en la boca y todo lo achacaba a una posesión demoníaca. Mis padres le recomendaba que visitara a un médico y él respondía que a quien tendría que visitar sería a un cura, idea que no le hacía ninguna gracia. También solía quejarse del calor. Siempre tenía calor. Es lo que nos pasa a los que estamos endemoniados, que siempre estamos sudando, decía muy serio.
Fui yo quien encontré muerto al abuelo ante la puerta de la masía una heladora mañana de enero. Estaba desnudo, tumbado como quien duerme boca arriba, y en su mano derecha tenía una caja de cerillas. Nada más verle sentí un intenso calor invadiendo todo mi cuerpo. Empecé a sudar, a marearme, a sentir una terrible punzada en mi vientre, y enseguida llamé a gritos mis padres. Cuando aparecieron, los ardores de estómago habían logrado encogerme en el suelo como a un animalillo asustado.