sábado, 28 de noviembre de 2009

miércoles, 25 de noviembre de 2009

lunes, 23 de noviembre de 2009

NADA ME GUSTARÍA MÁS QUE SER UNA CAJA DE SORPRESAS

Punchinello with block, pintura de David Hockney
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Nada me gustaría más que ser una caja de sorpresas,

una de esas enormes cajas de sorpresas que impresionan nada más verlas.

Nada me gustaría más que verme engalanada con un enorme lazo rojo,

uno de esos enormes lazos rojos que abarcaría mis cuatro costados.

El rojo me sienta bien, de eso no hay duda.

Nada me gustaría más que ser dejada ante tu puerta,

hacer tiempo hasta que te des cuenta de que estoy ahí,

a tu entera disposición.

Nada me gustaría más que el hecho de ser descubierta con extrañeza,

no me importaría incluso ser descubierta con cierto recelo.

Nada me gustaría más que ser finalmente introducida en tu casa,

y, enseguida, ser abierta por tus manos, expectantes, temblorosas, como flanes.

Nada me gustaría más, entonces, que ver tu rostro pasmado al abrirme.

Eso es lo que más me gustaría, observar tu rostro pasmado, deslumbrado,

aunque al abrirme descubrieses que estoy vacía,

y acercases tu cara hacia mí sin entender nada,

y comprobases que en mi interior tan sólo hay una cantidad indeterminada de aire,

ese aire que no tardará en introducirse en tus plumones,

que no tardará en llegar a tu sangre,

en ser parte de ti.

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Parade, pintura de David Hockney

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David Hockney en su estudio



jueves, 19 de noviembre de 2009

¿DEBERÍA UNO HALLAR RESPUESTAS?

The old typewriter (1999)
Pintura de Avigdor Arikha
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¿Debería uno escribir como si fuese otro? ¿Debería uno tomar cierta distancia, poder leer lo que ha escrito como si hubiese sido escrito por ese otro? ¿Debería uno escribir frente a un espejo? ¿Debería uno escribir al revés y releer lo que ha escrito reflejado en ese espejo? ¿Debería uno escribir sin pensar en lo que escribe? ¿Debería uno pensar sin escribir lo que piensa? ¿Debería uno escribir como si la vida le fuese en ello? ¿Debería uno escribir como si eso que escribe fuese lo último que vaya a escribir en su vida? ¿Debería uno dejar de escribir si lo que escribe no está escrito como si fuese lo último que vaya a escribir en su vida? ¿Debería uno escribir infringiendo la ley? ¿Debería uno escribir aunque lo que escriba no vaya a ser leído por nadie? ¿Debería uno escribir sentado en la terraza de un café? ¿Debería uno escribir en el metro? ¿Debería uno escribir mientras viaja en avión? ¿Debería uno escribir recostado en un sofá? ¿Debería uno escribir olvidando su nombre, su cuerpo, sus manos, sus dedos y hasta sus uñas? ¿Debería uno escribir con el método Stanislavsky? ¿Debería uno escribir desnudo? ¿Debería uno escribir haciendo el pino? ¿Debería uno escribir rodeado de libros? ¿Debería uno escribir como si escribiese su testamento? ¿Debería uno escribir como quien escribe la lista de la compra? ¿Debería uno escribir como un asesino en serie? ¿Debería uno escribir expulsando demonios y culebras? ¿Debería uno escribir irradiando un sin fin de arco iris alucinados? ¿Debería uno escribir en el suelo? ¿Debería uno escribir contra algo? ¿Debería uno escribir a favor de algo? ¿Debería uno escribir por escribir, sin esperar terminar lo que escribe? ¿Debería uno escribir con dolor de cabeza o dolor de muelas? ¿Debería uno escribir placidamente, cuando no siente en su cuerpo ni el menor atisbo de dolor? ¿Debería uno escribir con la mente en blanco y la luz apagada para que así el blanquecino candor de su mente termine por iluminar hasta el último resquicio de la estancia en la que permanece escribiendo?

¿Debería uno preguntarse para qué tanta pregunta?

¿Debería uno preguntarse por qué escribe?

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Otra pintura de Avigdor Arikha
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Una vez más, una pintura del gran Avigdor Arikha

miércoles, 18 de noviembre de 2009

NUNCA FUI QUIEN DIGO SER

Pintura de
Avigdor Arikha (1929, Rumanía)
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Hace ya tiempo que sé, o intuyo, que en realidad nunca fui quien digo ser.

Hace ya tiempo que descubrí que en realidad ni siquiera sé quien soy, y tampoco me preocupa. No lo sé sobre todo cuando me miro con fijeza en el espejo y me pregunto, amedrentándome incluso, pero tú quién coño eres. Pregunta para la que nunca soy capaz de obtener una respuesta convincente, pues mi mirada, en el espejo, esa mirada escrutadora que me reta a cada pestañeo, me hace saber, o intuir, que en realidad nunca fui quien digo ser. Y cuando me doy media vuelta, cuando le doy la espalda al espejo, siempre me asalta la sensación de que mi reflejo se queda allí, sin moverse, observándome mientras desaparezco de su campo de visión. Así que, de manera vertiginosa, giro sobre mi mismo como si fuese Michael Jackson y clavo de nuevo mi mirada en el espejo, reafirmándome en el pavoroso hecho de que mi reflejo no se ha desplazado ni un solo y cochino milímetro de donde lo había dejado. Pero, aunque hace ya tiempo que sé, o intuyo, que en realidad nunca fui quien digo ser, me cuesta mucho aceptarlo. Sí, me cuesta admitir que nunca fui quien digo ser, sobre todo porque me he acostumbrado a mi nombre, a mi trabajo, a la ciudad en la que vivo y a todos aquellos detalles que han terminado por garantizar, ahora intuyo que de manera errática, que yo soy quien digo ser.

Últimamente, en el instante en que doy media vuelta, cuando el espejo queda a mi espalda, creo intuir que mi reflejo me guiña un ojo y, de vez en cuando, me saca la lengua con recochineo. Tan sólo espero que nunca salga de allí, que jamás logre abandonar esa tabla de cristal que todo lo suplanta, que mi reflejo no adivine que yo sé, o intuyo, que en realidad nunca fui quien digo ser.

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Pintura de Avigdor Arikha
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Avigdor Arikha retratado en su estudio

miércoles, 11 de noviembre de 2009

SOL, PALMERAS Y LARGAS AVENIDAS

Los Ángeles, acuarela de Moebius (1986)
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SOL, PALMERAS Y LARGAS AVENIDAS

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El coche, un Pontiac Firebird de 1982, permanece aparcado en una calle del sur de Los Ángeles. Su negra carrocería absorbe el calor producido por los rayos solares. Lleva ahí, sin moverse, una hora, el mismo tiempo que Michael, dueño del automóvil, no ha dejado de llamarle desde la otra punta de la ciudad. Porque este no es un Pontiac Firebird cualquiera, se llama Kitt y puede manejarse por si solo, sin necesidad de conductor alguno, basta con que el dueño haga una llamada con su reloj digital para que el automóvil acuda al lugar señalado. Michael no deja de apretar su reloj mientras dice Kitt, te necesito. Lo repite una y otra vez, como si de un mantra se tratase: Kitt, te necesito, Kitt, te necesito, Kitt, te necesito. Pero Kitt no responde. Por un momento Michael piensa que tal vez su reloj esté averiado, que quizá se le haya acabado la pila, pero enseguida comprueba que el resto de las funciones del aparato marchan sin el menor problema. No entiende lo que pasa. Hace diez años que tiene ese coche y siempre, hasta ese momento, el automóvil ha acudido a su llamada sin rechistar. Mientras aprieta su reloj diciendo Kitt, te necesito, piensa que últimamente las cosas no han ido demasiado bien entre los dos. Podría decirse que han tenido ciertos roces, ciertas diferencias. Las cosas ya no son lo que eran. La convivencia nunca es fácil, tampoco entre un hombre y una máquina. A Michael le gustaría que todo fuese como antes, como al principio, recuperar aquella desbordante ilusión que les había unido y de la que ya no queda ni el menor rastro.

Aunque la insistente voz de Michael no deja de pronunciar su nombre, Kitt continúa aparcado en la misma calle del sur de Los Ángeles, con su negra carrocería absorbiendo el calor producido por los rayos solares. Esto le agrada, porque este no es un Pontiac Firebird cualquiera, le gustan el sol, las palmeras, las largas avenidas hacia ninguna parte. Escucha una vez más Kitt, te necesito y se dice que no va a contestar, que ya ha aguantado bastante. Son demasiados años de fiestas y borracheras teniendo que recoger a Michael en un estado cada vez más deplorable. Al principio Kitt hacía la vista gorda cuando, tras una de sus juergas, Michael se quedaba dormido dentro de él, roncando, con su apestoso aliento resoplando sobre el volante y, a veces, dejando caer su baba sobre la radiante tapicería beige. Pero, poco a poco, todo empeoró. Michael se acostumbró a invitar a mujeres al asiento de atrás, con los consabidos fluidos impregnando la tapicería tras cada nueva conquista. Esto enrareció de manera sustancial la relación entre el coche y el hombre. Kitt presenciaba horrorizado cada nueva aventura sexual de Michael y a Michael todo aquello le parecía de lo más normal. Pero pasó el tiempo. Michael se convirtió en un borracho pelmazo, inaguantable, al que todos conocían y todos detestaban y que ya no era capaz de conquistar ni a la mujer más fea y más borracha del club más repugnante de Sunset Boulevard. Lo que en otro tiempo eran babas y fluidos sobre la tapicería, se transformó en vómitos y orines por doquier.

Bajo el tórrido sol, Kitt recuerda todo esto con angustia. Continúa aparcado en la misma calle del sur de Los Ángeles mientras escucha una vez más la voz de Michael, casi suplicando: Kitt, hip, te necesito, hip. Escucha su hipo, nota como su lengua se traba y balbucea. Kitt, hip, te nessercito, hip. Puede imaginar el hedor de su aliento. Kitt, hip, tren nesecitrrro, hip. Sabe que, si acude a su llamada, volverá a vomitarle encima, volverá a mear en su interior, volverá, una vez más, a mancillar lo más íntimo y profundo de su ser. Así que no contesta. Y en ese silencio, en ese mutismo que tanto atormenta a Michael, sabe de pronto Kitt que puede hallar la paz, la solución a todos sus problemas. Entonces arranca el motor; sale disparado quemando rueda y marcando el asfalto como quien firma su despedida. No tarda en abandonar la ciudad en dirección a México. Sabe que allí también hay sol, sabe que también hay palmeras, sabe que también hay largas avenidas hacia ninguna parte. Por saber, ahora sabe, incluso, que se merece algo mejor, que le traten como lo que es, un coche fantástico.





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Kitt y Michael en sus buenos tiempos.

(pinchando sobre la imagen, algo más)

domingo, 8 de noviembre de 2009

ADIÓS A UN FOTÓGRAFO

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Agencia EFE, Barcelona

El fotógrafo argentino Humberto Luis Rivas ha fallecido este sábado en Barcelona a los 72 años. El Ayuntamiento de la ciudad condal tenía previsto entregarle el próximo lunes la Medalla de Oro al Mérito Artístico, un nuevo reconocimiento al valor de su obra que le llegará póstumamente.

Denominado el fotógrafo del silencio, por el hecho de que en sus fotografías de retratos intentaba captar las cualidades interiores de los retratados, Humberto Rivas llegó a España en 1976 y se instaló en Barcelona, ciudad en la que mañana se celebrará una ceremonia de recuerdo.

Su trabajo ha sido reconocido a lo largo de su carrera con diversos galardones, entre ellos el Premio de las Artes Plásticas Ciudad de Barcelona en 1996 y el Premio Nacional de Fotografía en 1997. Su obra está presente en colecciones como la Fundación Cultural Televisa, en México; el Museo de Arte Contemporáneo de Mar del Plata, en Argenina; Los Angeles Country Museum of Art y el Museo de Fotografía Contemporánea de Chicago, en Estados Unidos; la Biblioteca Nacional de París y el fondo de arte de la Fundación de La Caixa, en Barcelona.

El delegado de Cultura del Consistorio barcelonés, Jordi Martí, ha expresado su pésame por el fallecimiento de Rivas, al que ha definido como un maestro por su talento y su incidencia en el imaginario artístico de diversas generaciones de fotógrafos.

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La cama de Vallmanya, 1985



La alfandeja, 1994



Retrato de Jorge Luís Borges



Humberto Rivas, fotografiado por Jordi Belver


sábado, 7 de noviembre de 2009

LO QUE VALE UN PEINE


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No sé lo que vale un peine. Solía peinarme sin pensar en ello, hasta que hace un par de días, sin apenas darme cuenta, me lo pregunté mientras atusaba mi tupé frente al espejo. Desde entonces ya no he podido sacármelo de la cabeza. Ahora necesito saberlo, necesito saber lo que vale un peine. Ni siquiera sé muy bien donde los venden. Tendré que acudir a uno de esos grandes centros comerciales que dicen tener de todo. Creo que allí podrán ayudarme. En el fondo son como ONG´s. Esos grandes centros comerciales hacen que nuestras vidas sean más fáciles, nos ayudan, con sus carritos, su megafonía, sus chicas con patines recorriendo los interminables pasillos sin descanso. Creo que allí podrán ayudarme. No es que necesite un peine, tan sólo necesito conocer su valor. No necesito un peine porque ya tengo uno. El único peine que tengo me lo regalaron hace muchos años. No es un peine grande pero tampoco puede decirse que sea un peine pequeño. Es de apariencia nacarada y con el paso del tiempo ha perdido varias púas. Podría decirse que es un peine desdentado, pero, aún así, me sigue pareciendo un peine elegante. Cuando me peino me gusta fijarme en como brilla. A veces su reflejo me ciega. Esto no me importa, me atrevería a decir que incluso me gusta. Siempre me han gustado los objetos de aspecto nacarado. Cuando era niño tenía una navaja con mango nacarado. Con ella hacía muescas en mi pupitre. Tenía también una pistola con empuñadura nacarada. Era una pistola de juguete; durante años dormí con ella bajo la almohada por miedo a que el hombre del saco apareciese en mitad de la noche y me metiese en su bolsa y me llevase a una cueva y, allí, lejos de la civilización, hiciese conmigo cosas terribles que prefiero no mencionar. Pensaba que si aparecía en mitad de la noche, podría asustarle con mi pistola. Por aquella época vi por primera vez Harry el sucio, pensaba que podría apuntarle y decirle que estaba cargada, que me alegrase el día, o la noche. El hombre del saco nunca apareció y la pistola de juguete, con el paso de los años, se esfumó sin despedirse. No sé lo que vale un peine y no sé lo que vale una pistola. Pensar en el valor de una pistola, aunque sea de juguete, no me quita el sueño, pensar en el valor de un peine sí, porque, cada mañana, frente al espejo, cuando atuso mi tupé, me asalta el desconocimiento de su valor. Es terrible. Es triste. Es terriblemente triste ser asaltado de esa manera, ser presa del desconocimiento más absoluto. El desconocimiento nunca tendrá aspecto nacarado. El desconocimiento es sombrío, oscuro, tenebroso, carece de luz, nada refleja. No sé lo que vale un peine pero sé, de buena tinta, que el desconocimiento no vale nada. El desconocimiento es gratis, lo regalan por la calle. El desconocimiento es como uno de esos bolígrafos que nos dan en las entidades bancarias, como uno de esos folletos de propaganda que dejan en nuestros buzones, como uno de esos periódicos que nos ofrecen a la salida del metro, como uno de esos caramelos que arrojan en los mítines. El desconocimiento es gratis, lo regalan por la calle. Sí, eso parece, el desconocimiento es el único y auténtico hombre del saco.


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jueves, 5 de noviembre de 2009

LA DIETA SZYMBORSKA

he aquí mi dieta
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Llevo una semana alimentándome de poesía y chocolate. Leo un poema de Wistawa Szymborska al día y, mientras lo leo, me como una onza de chocolate. No sé si es una dieta saludable, pero es mi dieta y, de momento, me sienta bien, tan bien como el hecho de dibujar círculos en el aire durante una tarde de domingo. El chocolate que tomo, me lo han traído de Venezuela y es de la marca Mis Poemas. Es un chocolate artesanal elaborado con cacao de Barlovento, seleccionado, fermentado y secado al sol, para resaltar su aroma y su sabor. Es producido en pequeños lotes sin aditivos industriales como vainilla, lecitina, o grasas vegetales. Utilizan pura manteca de cacao para garantizar su pureza. El cacao de Barlovento está considerado como uno de los mejores cacaos del mundo. Tomar una onza de ese chocolate mientras leo un poema de Wistawa Szymborska me da suficiente energía para pasar el resto del día en ayunas, sin probar bocado alguno. Mientras escribo esto, mastico el chocolate muy lentamente y leo un poema titulado Vermeer:

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Mientras esa mujer del Rijksmuseum

con esa calma y concentración pintadas

siga vertiendo día tras día

leche de la jarra al cuenco

no merecerá el Mundo

el fin del mundo.

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La Lechera, de Jan Vermeer
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Obra de Vik Muniz, de su serie Chocolate Pictures
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Obra de Vik Muniz, de su serie Chocolate Pictures


lunes, 2 de noviembre de 2009

DIBUJANDO CÍRCULOS EN EL AIRE

Detalle de una pintura de Christopher Orr (Escocia, 1967)
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Los domingos por la tarde disfruto dibujando círculos en el aire. Los dibujo despacio, con el dedo índice de mi mano derecha. Suelo hacerlo en un lugar apartado, a las afueras de la ciudad, donde nadie pueda verme. Muchos no entenderían que un hombre hecho y derecho dedique las tardes del domingo a dibujar círculos en el aire. Dibujar círculos en el aire me relaja, me sienta bien, me rejuvenece. Dibujar círculos en el aire es una de las cosas más maravillosas que conozco, comparable a realizar castillos de naipes o barquitos de papel. Cualquiera puede hacerlo, es bien fácil, sólo hay que estirar un brazo, y el dedo índice, y girarlos poco a poco, e ir esbozando así órbitas invisibles, una y otra vez, como si estuviese uno diseñando un micro-universo cualquiera. Acostumbro a dibujar círculos en el aire durante un par de horas, después suele entrarme sueño y mis párpados me pesan como si de ellos colgasen dos sacos de patatas. Entonces, cuando la somnolencia está apunto de vencerme, busco un rincón mullido en mitad del bosque y me hecho una siesta de campeonato. Siempre, sin excepción, durante la siesta, sueño que estoy al borde de un precipicio. Permanezco de pie y ataviado con un sombrero, mirando al horizonte con toda la tranquilidad del mundo. Y, al despertar, el sueño siempre me hace mucha gracia, porque yo nunca utilizo sombrero y porque allí, de pie, en el precipicio del sueño, no hago otra cosa que dibujar, una y otra vez, triángulos en el aire.

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Christopher Orr, Circle (oleo sobre lienzo, 2006)


Christopher Orr, Some time of these day (oleo sobre lienzo, 2007)



Christopher Orr, The deep range (oleo sobre lienzo, 2005)



domingo, 1 de noviembre de 2009

TEXTOHOTEL

Hopper Motel, pintura de Ángel Mateo Charris
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TEXTOHOTEL

Por favor, imagina que este texto es un Hotel.

Imagina que entras en el Hotel, que atraviesas su puerta principal al comenzar a leer estas incipientes palabras que se amontonan sin gracia. Sabes que este Hotel fue construido junto a una vía, pero aún así no escuchas el traqueteo de ningún tren. El silencio te inquieta. En la recepción estoy yo, un tipo bajito que viste de rojo y tiene una sonrisa forzada. Dejo entrever mis dientes. Son amarillentos. No te gusta mi sonrisa, pero no me lo dices, tan sólo me dices que quieres una habitación. Sin dejar de sonreírte, alcanzo una llave y te la doy. Pertenece a la habitación 111. Este número tiene un significado oculto y espero por tu bien que nunca lo descubras. Entonces me dices adiós y te diriges a tu habitación. No te cuesta nada encontrarla, sales del ascensor en la primera planta y te das de bruces con ella. Introduces la llave en la cerradura, la giras y, al hacerlo, escuchas un extraño sonido, un chirrido que te hace apretar los dientes y cerrar los ojos a un mismo tiempo. Al fin entras en la habitación 111. El agotamiento que sientes te hace desear descansar durante un buen rato. Buscas una palabra en la que acomodarte, una de las palabras mencionadas hasta ahora. Tras releer lo que va de texto, elijes la palabra Hotel. Te parece una palabra confortable, podrías reposar tu cabeza plácidamente en la letra H y estirarte hasta dejar colgando tus pies en la L. La palabra HOTEL es como una cama, con su cabecero, con su manta, con sus sábanas, con sus patas y su somier. La palabra HOTEL te parece la más adecuada para lograr un descanso pleno. Has dudado entre la palabra HOTEL y la palabra HABITACIÓN, pero la palabra HABITACIÓN te ha parecido demasiado larga, no es lo suficientemente acogedora para tu gusto, crees que podrías perderte en ella. Así que finalmente te tumbas en la palabra HOTEL y, tras pasar un par de minutos pensando en mi inquietante y amarillenta sonrisa, caes en un sueño muy profundo. Es entonces cuando yo, con gran sigilo, entro en tu habitación. Me acerco a ti, que permaneces en trance sobre la palabra HOTEL, y observo como duermes. Después abro tu maleta y la registro. Encuentro una pistola bajo tu ropa interior. La analizo y me doy cuenta de que está cargada. No esperaba esto te ti. Te hospedas en mi hotel y llevas una pistola en tu maleta, me decepciona tu comportamiento. Ahora se que eres un asesino a sueldo, contratado para acabar conmigo por algún hotel cercano al que hago la competencia. No sé muy bien que hacer contigo. No me gustaría tener que liquidarte; siento cierta simpatía por tu persona viéndote ahí, con los ojitos cerrados mietras respiras placidamente. Pero tras darle muchas vueltas me digo que no me queda otro remedio.

Cada uno debe hacer lo que tiene que hacer.

Yo tengo que acabar contigo.

Tú no tienes escapatoria.

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