5. No negaré que me ha hecho ilusión recibir el mensaje de la hija de X. Era lo que esperaba. Lo que deseaba. Lo que no dejaba de dar vueltas en mi cabeza desde hace unos días.
Pero esto plantea nuevos problemas.
¿Qué responder? ¿Decirle acaso que no, que no era amigo de su padre? ¿Decirle que tan sólo sentí curiosidad por ver que había allí, al otro lado, en el buzón del correo de un muerto?
Y de estas preguntas, nacen además infinidad de nuevas preguntas que, reproduciéndose como cucarachas, no me han dejado pegar ojo desde que recibí su e-mail.
Por ejemplo: ¿Qué edad tendra M.?
Si X. tenía unos cincuenta años cuando murió, y pongamos que tuvo a su hija cuando él tenía unos veinte, M. tendrá ahora unos treinta años. Si la tuvo a los 3O, M. tendrá unos 20. Si la tuvo a los 40, M. tendrá unos… ¿diez años?
Me digo que no puede ser que una niña de diez años se ocupe del correo de su padre periodista. Sólo espero que sea mayor de edad. No me gustaría estar enviándole mensajes, mensajes de puro fisgoneo, a una niña de diez años que hace poco ha perdido a su padre. No me gustaría nada, pero, si así fuese, yo me lo he buscado.
¿Acaso importa que tenga diez años o treinta años? Lo que está claro es que no tenía porque haber enviado aquel primer e-mail. Pero lo hice. Es tarde ya para lamentos estériles, tarde para llevarse las manos a la cabeza y mostrar en mi rostro una expresión de ¿Pero qué es lo que he hecho?
Así que, cogiendo aire, hinchando el pecho, contesto mientras me voy desinflando al apretar cada tecla:
Hola, M.
Sólo hablé una vez con tu padre. Me cayó simpático. Solía leer los artículos que publicaba, me gustaban mucho.
Perdona si soy demasiado entrometido, pero… ¿qué edad tienes?
Más que nada por hacerme una idea de quien está al otro lado.
Un saludo.