jueves, 27 de enero de 2011

CIBERTRANSPORTACIÓN



Me desperté en el suelo, aturdido y con una jaqueca espantosa. Observé mi ropa mientras fruncía el ceño. Llevaba puesto un frac y había un sombrero de copa a mi lado. Supuse que había asistido a una fiesta. Miré a mi alrededor. No reconocí el lugar en el que me encontraba. Parecía un piso pero sabía que no era el piso en el que vivo. La habitación estaba en penumbra. Mi cabeza también. Intenté recordar. Con mi ceño fruncido. Con mis cejas arqueadas. Con mis ojos entornados. Levanté la vista. Vi algo en la pared que llamó mi atención. Era una máscara, una mascara un tanto extraña. No puede evitar pensar en Eyes Wide Shut, la última película de Kubrick. Pensé en una escena de la última película de Kubrick y mi frente se relajó, mi ceño se aflojó. Pero enseguida volví a intentar recordar y mi ceño se arrugó de nuevo. Me levanté. Observé entonces muchas otras máscaras. La pared estaba repleta de máscaras. Máscaras y más máscaras que colgaban de la pared hasta llegar al techo. Me resultó muy rara tal colección de máscaras. La observé frunciendo el ceño y sentí miedo. Enseguida miré hacia otro lado. Desde donde me encontraba podía verse el interior de una habitación, podía verse una cama. Me asomé y pregunté ¿hay alguien ahí? Lo pregunté susurrando. No obtuve respuesta. No se escuchaba ni el menor ruido. El piso parecía estar vacío. Me dirigí a la que parecía la puerta de salida. Giré la manilla. La puerta no se abrió.  Insistí. Nada. Cerrada. Miré a mi alrededor buscando una llave. Vi una sobre un aparador. Decidí probarla. La introduje en la cerradura y la giré. Clic. La puerta se abrió. Antes de salir me acerqué hasta el sombrero de copa, lo recogí y me lo puse. Después bajé unas escaleras, atravesé un enorme portal y salí al exterior. Me encontré en una calle desconocida. Eché a caminar sin rumbo. Llegé a una grandísima plaza que me resultó extraña. No parecía una plaza de la ciudad en la que vivo. Me crucé con un hombre al que le pregunté dónde estaba. Miró con asombro mi sombrero y dijo algo que no entendí, me respondió en un idioma desconocido. Es entonces cuando me di cuenta de que estaba en un país extraño. Es entonces cuando observé los rótulos de los bares y restaurantes que me rodeaban y vi que estaban en un idioma desconocido para mí, el idioma de un país al que no sabía cómo había llegado. Divisé entonces un ciber-café. Fruncí el ceño y entré. Nervioso, me senté ante un ordenador. Pinché sobre el símbolo de Internet Explorer. Escribí en Google el nombre de mi blog. Enseguida me encontré en el hotel junto a la vía. Pinché en Acceder. Escribí entonces mi nombre de usuario y mi contraseña. Pinché después en nueva entrada. Escribí todo esto que acabas de leer, subí un par de imágenes y pinché en publicar entrada. Por fin me sentí en casa.


The last performance (Conrad Veidt, 1929)


miércoles, 19 de enero de 2011

DEBE USTED ESTIRAR LA NUCA



Debe usted estirar la nuca, me dijo el médico. Debe hacerlo cada día, es un ejercicio sencillo que hará que la dolencia de su cuello disminuya. Eso me dijo, con una indiferencia monumental. Hace ya tres días que estiro mi nuca y, de momento, nada, no siento mejoría alguna. Sé que tres días no son suficientes para lograr un cambio. Pero hay momentos en que el dolor de mi cuello es tan intenso, que sólo pienso en salir a la calle a comprar unos gramos de heroína, aún sabiendo que siempre he padecido una fobia brutal hacia las agujas. Sé que podría pedirle a un amigo que me la inyectase. También sé que esa no es la solución. La solución está en el estiramiento de mi nuca. Eso me dijo el médico. Estiro mi nuca mientras escribo esto. Parezco un pollo escribiente, venga a mover mi cabeza hacia delante y hacia atrás mientras tecleo sin descanso. Sé que también me vendría bien dormir más. Las cuatro horas que duermo cada día no deben ser buenas para mis problemas de cervicales. Pero tengo tantas cosas que hacer, por hacer, que me gustaría hacer, que no puedo conciliar el sueño durante más de cuatro horas. Suelo acostarme a la una de la madrugada y me levanto siempre a las cinco. Cuatro horas de sueño ininterrumpido. A veces me asusta el silencio de las cinco de la madrugada. Todo el mundo parece dormir. A veces imagino que todos han muerto y soy el único ser humano sobre la tierra, un solitario ser humano que estira su nuca sin descanso. Doy vueltas por el piso como un animal enjaulado. Lo hago de manera sigilosa. Desde hace tres días, doy vueltas por el piso mientras estiro mi nuca. Después amanece y veo que el mundo continúa girando y me siento mucho más tranquilo. No me gustaría ser el único ser humano sobre la tierra, un solitario ser humano que estira su nuca sin descanso. No. No me gustaría. Debe usted estirar la nuca, me dijo el médico. Esas fueron sus palabras exactas. Dejó caer esa frase como si nada. Como si no fuese a volver a verme en toda su vida.

lunes, 17 de enero de 2011

NO LO HE OLVIDADO


Pintura de Balthus


Ya me ponía nervioso todo aquello cuando tenía doce años y las mañanas de domingo nos daba por reír hasta que nos quedábamos sin aliento observando por la ventana a toda aquella gente que cruzaba la avenida en dirección a la iglesia. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Las lágrimas descendían por nuestras mejillas hasta que saltaban desde las barbillas al suelo estrellándose contra las viejas baldosas de estilo mozárabe. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Con las mandíbulas bien estiradas recitábamos un sinfín de carcajadas que rebotaban en las paredes de aquella habitación vacía como pelotas lanzadas por el mero placer de sublimar un juego disparatado. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Cuando la falta de aire nos obligaba a dejar a un lado nuestras excéntricas risotadas era cuando inhalábamos nuestro propio eco mareándonos y creyendo que desfalleceríamos en cualquier momento. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Pero el esperado desmayo nunca llegó a producirse aunque un par de veces el rostro de Beatriz adquirió un tono azulado que me hizo pensar en un ahogo tan inminente como violáceo. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Al acercarse la hora de comer se acrecentaban nuestros nervios debido a la idea de un inmediato alejamiento que no nos hacia la menor gracia pero al que estábamos abocados sin remedio alguno. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía. Entonces nos entregábamos a un beso siempre fugaz pero inequívoco que nos hacía sentir una nueva alianza inmune seguida de unos pasos acelerados en dirección a la puerta. No lo he olvidado. Así era. Así sucedía.
Poco después, con el estomago lleno, llegaba la tarde, con todos sus minutos, anclados en el recuerdo, de sus labios, de sus manos, de sus piernas, de sus ojos llevándome hacia una noche de risas renovadas por la erección.

martes, 11 de enero de 2011

VIENE ESQUIVIAS

Óscar Esquivias fotografiado por Asís G. Ayerbe



Aquí, en Mataró, no muy lejos de la calle en la que vivo, existe una librería llamada Robafaves. Es una de esas librerías acogedoras, de toda la vida; o por lo menos de toda mi vida en Mataró. Se encuentra en la calle Nou número 9 y abrió sus puertas hace más de veinte años. En ella he comprado muchos de los libros que conforman mi biblioteca. Precisamente este jueves, 13 de enero, se cumplirá diez años del día en que me vine a vivir aquí, a Mataró. Para celebrarlo acudiré a una presentación que tendrá lugar en la Librería Robafaves, se trata del libro de relatos de Óscar Esquivias titulado Pampanitos verdes y de la novela de Daniel Sánchez Pardos titulada El cuarteto de Whitechapel. Los dos libros han sido publicados por Ediciones del Viento. En la presentación, además de los autores, intervendrá la escritora Care Santos.
Aquí, en Mataró, a veces me cruzo por la calle con Care Santos. Nunca la saludo, pues no la conozco personalmente, pero sé que es una escritora con una larga trayectoria y, tras cruzarme con ella, la imagino después escribiendo no muy lejos de donde vivo, tecleando sin descanso frente a su ordenador.
Así que este jueves, a las siete de la tarde, tengo pensado acudir a la Librería Robafaves con mi ejemplar de Pampanitos verdes bajo el brazo. Le pediré a Óscar Esquivias que me lo dedique. Lo he leído recientemente y me ha encantado. Ya era fan de su anterior libro de relatos, titulado La marca de Creta y ganador del Premio Setenil 2008. Ahora, con Pampanitos verdes, ha vuelto a sorprenderme muy gratamente.
Mientras escribo esto tengo su libro cerca.
Estiro mi brazo y, abriendo el libro al azar, leo:
…preferiría estar solo y a mi aire, dedicado a la pintura, que es para lo que he venido al pueblo. Luego pienso que debo corregir este desinterés, que no es sano: seguro que soy el único hombre sobre la faz de la tierra que lleva tanto tiempo sin follar, aunque luego reparo en que durante mi matrimonio con Rosa pasaron periodos mayores sin que nos acostáramos y era algo que nos parecía natural, o al menos a mí. Con ese ánimo salgo del bar, un tanto tambaleante, y me dirijo al coche. Llego a casa tras haber estado varias veces a punto de perder el control y salirme a la cuneta. No me explico cómo ha podido subírseme tanto el alcohol a la cabeza.



Y en el blog de Antón Castro una entrevista con Óscar Esquivias.

domingo, 9 de enero de 2011

MI PARTICULAR DISLEXIA ANUAL



 
El cambio de fecha es la única razón por la que no me gusta comenzar un nuevo año. Tener que escribir ahora 2011 en vez de 2010 se convierte en un suplicio. Me cuesta acostumbrarme. Me equivoco con frecuencia. Ya me ocurría cuando era niño, en el colegio, siempre que debíamos escribir la fecha antes de comenzar una redacción. Enero comenzaba y yo continuaba estampando sobre el papel el año anterior. El profesor acostumbraba a llamarme la atención por ello, Sr. Nortub ¿se puede saber en que año vive? me preguntaba con tono burlesco. Y durante unas cuantas semanas me quedaba anclado en aquel año en el que había estado inmerso durante doce meses. Me costaba tanto abandonarlo… No quería decirle adiós después de todo lo que habíamos pasado juntos. El año, el número, se convertía en un amigo, en un inestimable compañero de fatigas. Sentía el hecho de dejarlo atrás, de cambiarlo por otro, como si estuviese cometiendo una traición feroz. ¿Se puede traicionar a un año? ¿Se puede traicionar a un número? Sí, claro que se puede, lo he hecho muchas veces, demasiadas. Tan sólo recuerdo un par de años que desee dejar atrás sin el menor miramiento. Fueron 1983 y 1996. Dos años fatídicos en lo que mi vida se vio abocaba a un sinfín de desventuras que parecían no terminar nunca. Pero terminaron. Con un nuevo año. Al que siguió otro. Y otro más. Y así una traición tras otra.
Ahora continúa ocurriéndome lo mismo. Es más, hay años en los que me quedé especialmente anclado y, a día de hoy, a veces, todavía resucitan. De vez en cuando, por ejemplo, me sorprendo escribiendo 2005 cuando debería escribir ya 2011. Revivo momentos de años que desaparecieron hace mucho. Es como hacer uso de una tristísima máquina del tiempo. Es mi particular dislexia anual.
También están las primeras noches del mes de enero, en las que tengo siempre un sueño recurrente. En el sueño camino por el centro de Mataró mientras me cruzo con personas desconocidas y todas me preguntan lo mismo: Sr. Nortub ¿se puede saber en que año vive? Yo intento responder, pero, aunque mis labios se mueven sin descanso, de mi boca no sale sonido alguno. Cuando me despierto, lo primero que hago es acudir a un calendario y cerciorarme del año en el que vivo. Después me pongo la canción Time is on my side, de los Rolling Stones, y me lavo los dientes.