Los veranos de mi infancia los
pasábamos en la masía de mis abuelos hasta que la casa ardió. Se quemó una
noche de mediados de agosto. Tendría yo unos ocho años. Recuerdo los gritos de
mi abuela alertándonos del fuego. Salimos de allí y no pudimos hacer otra cosa
que observar como las llamas devoraban cada rincón de la masía. Todos lloraban.
Yo al principio no lo hacía. Miraba el fuego boquiabierto como quien mira unos
fuegos artificiales. Pero enseguida observé al resto de la familia y les vi
llorando y también yo me puse ello. Lo hice por solidaridad. Recuerdo que no
tenía ganas de llorar pero que forcé el llanto imaginando algo terrible. Imaginé
a mis padres dentro de la masía, quemándose vivos, y me puse a llorar como el
que más. Nunca conocimos el origen del fuego. El abuelo decía que era una
maldición que le había echado el vecino. Solían jugar a las cartas en el bar
del pueblo y el vecino siempre perdía. Un día, harto de ser conocido como el perdedor
del pueblo, el vecino le dijo a mi abuelo que se fuera al infierno y que nunca
más jugaría con él. Esa noche la masía ardió y mi abuelo dijo que era cosa del
vecino, que le había mandado al infierno. También dijo el abuelo que entre las
llamas, en la ventana de su dormitorio, había visto a un ser que le miraba
fijamente, un ser hecho de llamas y ascuas que sonreía inmóvil. Al mismísimo
infierno nos ha mandado el vecino -dijo mi abuelo- y Satanás se ha presentado
en nuestra casa. Tardaron dos años en reconstruir la masía. Tiempo en el que
los abuelos vivieron con nosotros en Barcelona. Tiempo en el que le detectaron
un cáncer a mi abuela y falleció a las pocas semanas. Tiempo en que la obsesión
por su vecino y por Satanás fue creciendo en la mente de mi abuelo. Terminó
creyendo que su vecino era Satanás. Cuando regresó a la masía no hablaba de
otra cosa. Poco después el vecino apareció muerto en mitad del camino que lleva
al río. En su mano derecha tenía una cerilla. Dio la casualidad de que fue
mi abuelo quien lo encontró. En el pueblo empezaron a hablar de esa
coincidencia y enseguida hubo personas que acusaron a mi abuelo de la muerte de
su vecino. Mis padres creyeron que tras la muerte del vecino mi abuelo entraría
en razón y se olvidaría de Satanás. Pero sucedió todo lo contrario, empezó a
decir que Satanás había abandonado el cuerpo del vecino y ahora anidaba en su
interior, que poco a poco iba ganando la batalla, mermando su voluntad, que debíamos
alejarnos de él para no volver jamás. Mis padres no le hacían ni caso. Cada
quince días le visitábamos. Él siempre hablaba de lo mismo. Se quejaba de
ardores de estómago y de aftas en la boca y todo lo achacaba a una posesión
demoníaca. Mis padres le recomendaba que visitara a un médico y él respondía
que a quien tendría que visitar sería a un cura, idea que no le hacía ninguna gracia.
También solía quejarse del calor. Siempre tenía calor. Es lo que nos pasa a los
que estamos endemoniados, que siempre estamos sudando, decía muy serio.
Fui yo quien encontré muerto al
abuelo ante la puerta de la masía una heladora mañana de enero. Estaba desnudo,
tumbado como quien duerme boca arriba, y en su mano derecha tenía una caja de
cerillas. Nada más verle sentí un intenso calor invadiendo todo mi cuerpo. Empecé
a sudar, a marearme, a sentir una terrible punzada en mi vientre, y enseguida
llamé a gritos mis padres. Cuando aparecieron, los ardores de estómago habían
logrado encogerme en el suelo como a un animalillo asustado.
1 comentario:
Inquietante historia. Si la elaboras un poco más, daría para un cuento excelente.
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