

Sus manos no son de este mundo. Reconozco que a simple vista parecen unas manos corrientes, pero si uno se atreve a mirarlas fijamente durante 15 o 20 segundos, se da cuenta de que no, de que sus manos no son de este mundo. Se abren y se cierran y al hacerlo suenan como bisagras de una vieja puerta, con todas esas rendijas y venas surcando su piel. Hace ya una semana que se me ocurrió posar mi mirada en ellas. Desde entonces tengo pesadillas cada noche. Pesadillas en las que esas manos, que no son de este mundo, se aproximan a mi cuello muy lentamente, con un ligero temblor, y, siempre, cuando comienzan a apretar con saña mi pescuezo, me despierto alterado, sin poder conciliar de nuevo el sueño. He dejado incluso de comprar el periódico en su kiosco, y eso que es con gran diferencia el más cercano al lugar en el que vivo. Pero no quiero ver sus manos otra vez. Sé que soy débil, sé que si volviese por allí dejaría caer de nuevo mis ojos en esas extremidades suyas que no son de este mundo. No sé que ocurriría entonces. No quiero saberlo. Tan sólo deseo huir de sus manos, de su kiosco, de todo aquello que me recuerde a esos dedos terribles pegados a esas palmas que no son de este mundo. Pero ayer me crucé con él. Me saludo y me dijo que le extrañaba no haberme visto ir a por el periódico en los últimos días. He estado de viaje, dije sin convicción alguna. Y me alejé dando gracias al cielo al ver que sus manos permanecían ocultas bajo unos guantes de lana roja. Por lo demás, adoro el barrio en el que vivo.