A menudo, más a menudo de lo que me gustaría, un intenso sentimiento de culpabilidad me asalta en mitad de la noche. Nunca lo hace en mitad de la mañana ni en mitad de la tarde, tan sólo me asalta en mitad de la noche, mientras duermo a pierna suelta. Sé de donde procede ese sentimiento, conozco perfectamente el lugar del que emerge: tiene que ver con un hombre al que maté hace tres años. Es el único hombre que he matado en mi vida. Diré en mi defensa que fue un accidente, así lo dictaminó el juez en su momento. Aún así, aún siendo un accidente, el sentimiento de culpabilidad continua emergiendo con frecuencia como un calamar moribundo, con todos sus tentáculos abarcando mi cráneo, apretándolo con saña. Pero fue eso, un terrible accidente en el que la Muerte tenía todas las cartas, todos y cada uno de los boletos ganadores. Tan sólo hizo falta un leve empujoncito del Azar. Nada tuvo que ver que el hombre al que maté me cayese mal, muy mal, fatal. Nada tuvo que ver que fuese el casero del piso en el que vivía yo por aquel entonces, nada tuvo que ver que el tipo no quisiese arreglar la muchas goteras que no dejaban de chorrear sin descanso, nada tuvo que ver que el calentador funcionase muy de vez en cuando, que las persianas estuviesen absolutamente agarrotadas, que la luz se fuese cada dos por tres o que las humedades en las paredes pareciesen espíritus que aumentaran de tamaño cada día. Fue un accidente. Es lo que me digo siempre que el sentimiento de culpabilidad me asalta en mitad de la noche. También me repito que nada tuvo que ver mi aversión hacia el casero, que nada tuvo que ver que yo saliese al balcón aquella mañana, que rozase con mi brazo un tiesto al apoyarme en la barandilla, que casualmente pasase por la calle en aquel instante el hombre al que detestaba, que entonces el tiesto, con su geranio en flor, cayese de pronto al vacío y no tardase en hacer blanco en la calva de mi casero, arrancándole la vida sin remedio. Fue un accidente. Así lo dictaminó el juez en su momento. Fue un accidente. Eso es lo que me repito una y otra vez como si de un mantra se tratase. Me lo repito cuando el intenso sentimiento de culpabilidad me asalta en mitad de la noche como un dardo envenenado, como una virulenta punzada en el estómago, como un ataque al corazón. Siempre en mitad de la noche. Nunca en mitad de la mañana ni en mitad de la tarde. Siempre en mitad de la noche. A eso de las tres y media de la madrugada.
miércoles, 24 de febrero de 2010
A ESO DE LAS TRES Y MEDIA DE LA MADRUGADA
(Pintura de Francis Bacon)
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6 comentarios:
Accidentes así ocurren muy a menudo. Pura casualida, fatal, en este caso. Con una buena pastillita para dormir, eso se pasa...
Saludos.
Los somníferos son mi salvación. Pero fue un accidente, que quede claro.
Dado el estado del edificio lo raro fue que no le cayera encima el balcón entero, contigo encima, por ley de gravedad. Tuviste suerte, amigo. Tengo ahora en la mano un reloj de pared y la aguja más larga ha descubierto, tras años de vida rotativa, la ley de la gravedad. Giro con ambas manas el reloj como si fuera un volante de automóvil, y la aguja larga decae, colgada del centro, mientras la pequeña sigue avanzando, imperceptiblemente. Creo que hay que fijar mejor la aguja tont al eje. De haber fijado años atrás el tiesto al pavimento del balcón las raíces del geranio habrían penetrado en la losa, pacientemente, hasta resquebrajarla y hacer caer un trozo o incluso el balcón entero, a esa hora, sobre el casero peatonal. Contigo encima. Tuviste suerte, amigo.
Es verdad. Es cierto. Es así.
Tuve suerte, amigo.
Parece un guión de Hitchcock.
Por cierto a mi la pintura de Bacon me da pena porque me trasmite lo atormentando que era el interior de su autor.
Saludicos.
un relato muy bueno.
a media mañana.
bicos,
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