Estiré la tarde como si de un chicle se tratase. Deambulé por calles mil veces caminadas hasta llegar a la estación. El tren estaba a punto de salir cuando me subí a uno de sus vagones. Un anciano me preguntó si era ese el tren que iba a Siberia. Le dije que sí sabiendo que dijese lo que dijese se sentaría a mi lado. Todos por aquí sabemos que perdió la cabeza hace mucho tiempo y ahora la busca de vagón en vagón, día tras día, como si fuese a hallarla en alguno de los asientos, sonriéndole. Cuando el tren se puso en marcha respiré hondo. En el mp3 sonaba Stravinsky. Durante el viaje a Barcelona miré por la ventana queriendo desentrañar todo aquello que veía; creo que no hace falta explicar que fracasé en el intento. Al llegar, estiré todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo con miedo a que me diese un tirón. También los pájaros viejos huyen del continuo revoloteo y no imaginan lo que cuesta cruzar un océano. Las alas del atardecer ensombrecieron mis pasos. Entonces la lluvia. Goteo incesante. Las aceras. Grises. Sin vida. Como los pies del tullido que pedía limosna a la vuelta de la esquina. Volátil. La tarde. Qué. La tarde. Qué. La tarde. Qué. Mañana será otro día. Sí. Ni mejor ni peor. Ya. Al menos eso han dicho en la televisión. Quién. La mujer del tiempo. Cuándo. A mediodía, al final de aquellas noticias que se repiten y se repiten hasta convertirse en un bucle de mil pares de cojones. Claro. A veces oscuro. Sí, es cierto. Dialogar con uno mismo lleva su tiempo. Deshacerse del espejo también. Claro. A veces oscuro. Sí, es cierto. De todos modos no es la modalidad que más me gusta. Prefieres callar. Embaucar en silencio. Como arma afilada, cortante, que da miedo tocar. Así es como definirías tu silencio. Sí. Bien. Tal vez huyendo del ruido. Quizá escondido del bullicio. Puede que esquivando toda algarabía. Como todas aquellas tardes que, sin salir de casa, imaginaste que fuera, en los bares, la gente era muy feliz. O algo por el estilo. Es así. Son así. Todas las volteretas del invierno. No olvido que tengo que comprarme una manta eléctrica. Enchufarla. Abrazarla. Mimarla. Devolverle el calor. Serle fiel. Con una condición. No escribir jamás algo que pueda parecerse a esto.
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Máquina de escribir de Juan Antonio Mella (1928)
Fotografía de Tina Modotti
2 comentarios:
Ten cuidado. A las mantas eléctricas las carga el diablo. Y las descargan los frioleros.
Muy bueno.
Conforme.
La foto magnífica.
Saludicos.
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