Maldición de verano
Hacía un calor insoportable. En cuanto el sol se ocultó,
abrí todas las ventanas de par en par. Poco después preparé la cena y, mientras
lo hacía, se me quitaron las ganas de cenar. Antes de acostarme me asomé a la
ventana del dormitorio. Enseguida llamó mi atención un hombre tumbado en la
acera, estirando su brazo bajo mi coche. Supuse que se le habría caído algo e
intentaba recuperarlo. Tras medio minuto así, por fin se levantó y pude
reconocerle. Era un vecino del edificio en el que vivo, un hombre de unos
ochenta años con quien había tenido una acalorada discusión el día anterior. Pronto
abandonó el lugar y entró en el portal. Me tumbé en la cama e imaginé al vecino
octogenario colocando un artefacto explosivo bajo mi coche. Tardé en dormirme más
de una hora. Por un momento pensé en vestirme y bajar a la calle. Con esa idea
en la cabeza, caí en la duermevela. Por la mañana enseguida recordé al vecino
tumbado en la acera, estirando su brazo bajo mi coche. Me duché y desayune con
rapidez; me quemé la lengua con el café, lo dejé a medias. Una vez en la calle,
me arrodillé en la acera y miré bajo el coche. Había una paloma muerta y, junto
al ave, un calcetín roto. Sin poder hacer nada por evitarlo, me acordé del
pintor Antoni Tápies.
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