El día que me olvidé las gafas de sol casi me vuelvo loco. Nunca
antes me había pasado. Me las dejé en casa, por la mañana, sobre la mesilla de
noche, junto a un libro de Pere Calders.
El día que me olvidé las gafas de sol casi me quedo ciego. Cuando salí a la
calle el cielo estaba cubierto y nada hacía presagiar que se abrirían grandes
claros a mediodía. Pero así fue, el sol se hizo fuerte allá arriba, disipando las
dudas que pudieran tener todas aquellas nubes grisáceas de formas entreveradas.
Y la luz lo abarcó todo y esa luz cegadora se metió hasta en mis bolsillos. El día que me olvidé las gafas de sol maldije
un millón de veces mi mala memoria. Busqué la sombra sin descanso, pegándome a
las marquesinas, a los semáforos, a las fachadas de los edificios,
candentes. Busque la sombra sin descanso
y cuando la encontré no hallé consuelo en ella, ni tampoco la sombra de mi
consuelo. El día que olvidé las gafas de
sol fue uno de los días más tristes de mi vida. Ya no sé ver sin ellas. Ya
no sé vivir sin ellas. Son una parte de mi cuerpo. Olvidar las gafas de sol es
como olvidar la cabeza, en cualquier sitio. Olvidar un pie. Olvidar una oreja.
Olvidar un dedo meñique. Olvidar una rodilla. Olvidar un fémur. Olvidar la mandíbula.
Olvidar el sistema digestivo. Olvidar un globo ocular. Es inaceptable. No debo
olvidar las gafas de sol. No debo olvidar las gafas de sol. No debo olvidar las
gafas de sol. Escribiré mil veces esa frase para que las gafas de sol estén
siempre a mi lado, y no me abandonen nunca, y cuiden de mí ante los días luminosos
que se asoman ya por el horizonte del futuro inmediato, con todos sus soles,
ardiendo por fuera, y por dentro, quemando las retinas de los hombres que viven
y mueren sin cristales ahumados que protejan sus córneas.
Hermes Trimegestus, alquimista
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