Pintura de Benjamin König
FERMENTO (Fragmento de novela creciente)
A media tarde nos alejamos del
centro sin medir las consecuencias de nuestros pasos. Cuando llegamos a las
inmediaciones de la localidad surgieron las primeras dudas. Nunca antes
habíamos cruzado el límite. Llegamos a temer que la demarcación fuese el final.
Pero aquello sucedió hace muchos años. Hemos pasado demasiado tiempo lejos de
estar cerca de algo, cerca de estar lejos de nada, inmersos en el abismo de las
naderías cotidianas, retorciendo las palabras, intentando convertirlas en algo
parecido a frases, en un mínimo jugo que hidrate los párrafos. Es la sed de
nuestros dedos la que nos obliga a seguir tecleando. Nuestras uñas, astilladas,
son iluminadas una vez más por la pantalla en mitad de la noche. El sonido de
la yema de nuestros dedos, dando esos golpecitos, se nos antoja un
desequilibrado reloj cósmico, con su tic-tac-tic y su tac-tic-tac y hasta su
tic-tac-tac-tic-tac-tic-tic-tic sin el menor sentido. Dentro de nuestra cabeza
todo funciona de otra manera. Suenan chasquidos. Se quiebra. Se astilla. Como
nuestras uñas. Elástica escritura rota, nos decimos exhaustos. No nombramos. No
segamos. No recolectamos. Dejamos que sean otros quienes observen el brillante
horizonte que deslumbra un poco más allá, en las inmediaciones del vertedero
lingüístico. Sabemos que la peste literaria se extiende al ritmo de las grandes
superficies. El dulce hedor de sus palabras impregna las mentes huecas. Por
mucho que intentemos abstraernos, ahí está esa frontera maloliente, tumefacta,
una frontera que se inflama días tras día invadida por el alegre virus de la
desfachatez reinante. Con sus hienas, coyotes, lobos sarnosos, aves de rapiña
de muy variada procedencia, ratas, ratones, musarañas, libélulas podridas,
hormigas carnívoras, lombrices, gusanos, escarabajos peloteros, arañas
pelotudas, diminutos abejorros mutantes, moscones, avispas, asnos, hipopótamos,
tristes dinosaurios de biblioteca. Cruzamos la frontera-zoológico sin mirar
atrás, con los ojos cerrados, tanteando el terreno con nuestro hipotálamo. Las
heridas supuran una alegría contenida. Se ríen de lo que van dejando atrás. Perforaciones que llegan al hueso. Lo astillan hasta romperlo. Mientras, nos arrastramos hacia el no lugar.
Pintura de Benjamin König
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