Hace ya una semana que me operaron del pie derecho. El médico me explicó desde un principio que la operación no entrañaría el menor riesgo, que lo peor vendría después, con la extensa rehabilitación. Así ha sido. Así está siendo. Ahora cojeo sin gracia. Utilizo un par de muletas que todavía no domino y el dolor en mi talón es a menudo espeluznante. El hecho de vivir solo hace que tenga que moverme continuamente a por cualquier tontería que haya olvidado en otra habitación, desde la sala a la cocina y desde la cocina a la sala, así todo el santo día. He desertado de mi dormitorio. El sofá es ahora mi actual cama. Paso demasiado tiempo aquí, sentado, recostado, tumbado, hundido en este sofá beige que semeja una barca encallada en mitad de ninguna parte. Mantengo el pie en alto la mayor parte del día, procuro que su movilidad sea nula. No lo consigo. A veces lo muevo, sin darme cuenta, y grito. Siento esos clavos que permanecerán para siempre ahí adentro, anclando no sé que huesos. Temo no volver a caminar con normalidad jamás. Pero me digo que qué más da, que tampoco pensaba ir muy lejos caminando, que no tenía intención de recorrer el camino de Santiago ni de ponerme a hacer senderismo, que lo de caminar es para quien todavía no ha aprendido a cabalgar sobre un sofá salvaje.
Mi sofá está orientado hacia el norte. Y en el norte te imagino a ti, leyendo esto.
3 comentarios:
Cuidado con los sofás, nada más peligroso que un sofá de tres plazas desbocado por una sala de estar. El único antídoto conocido es un buen luchador de Sumo, pero como que por aquí no andan muy a mano...
Saludos.
Así es, Alfredo, son peligrosos los sofás. Los sofás los carga el diablo. Pero yo soy un domador de sofás experimentado. No ha nacido todavía un sofá que se me resista.
¡QUE GRIMA ESOS CLAVOS!
pues que te mejores y mucha paciencia.
bicos,
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