Yves Klein quemando un lienzo, 1961.
En los últimos días pienso mucho
en mi bolsillo. No pienso en mi bolsillo de la manera en que suele pensarse en el bolsillo. No pienso en mi bolsillo en
términos monetarios. Pienso en el incendio que podría desencadenarse allí, en
mi bolsillo. Imagino una cadena de pequeñas llamaradas que me harían saltar sin
ton ni son. Y todo porque hace unos días, de casualidad, leí algo realmente
inquietante en el manual de instrucciones de mi teléfono móvil:
“No guarde el dispositivo con objetos metálicos, tales como monedas,
llaves y collares. Si los terminales de la batería entran en contacto con
objetos metálicos, puede producirse un incendio.”
Nada más leerlo pensé en los años
que llevo guardando el teléfono móvil en el bolsillo de mi pantalón, con una
despreocupación absoluta, junto a monedas y llaves, objetos metálicos que podrían
hacerme sufrir una combustión espontánea. Y, claro, a estas alturas no voy a
dejar de guardarlo ahí, en mi bolsillo, tan sólo porque en un librito me digan
que podría producirse un incendio. No, sigo con el teléfono ahí metido, en mi
bolsillo, junto a monedas y llaves, jugándome la vida cada día, como todas y
cada una de las personas que respiran ese oxígeno, invisible, que entra y sale
de nuestros pulmones a su antojo un día sí y otro también.
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