viernes, 29 de mayo de 2009

Allí, al otro lado (5)

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5. No negaré que me ha hecho ilusión recibir el mensaje de la hija de X. Era lo que esperaba. Lo que deseaba. Lo que no dejaba de dar vueltas en mi cabeza desde hace unos días.

Pero esto plantea nuevos problemas.

¿Qué responder? ¿Decirle acaso que no, que no era amigo de su padre? ¿Decirle que tan sólo sentí curiosidad por ver que había allí, al otro lado, en el buzón del correo de un muerto?

Y de estas preguntas, nacen además infinidad de nuevas preguntas que, reproduciéndose como cucarachas, no me han dejado pegar ojo desde que recibí su e-mail.

Por ejemplo: ¿Qué edad tendra M.?

Si X. tenía unos cincuenta años cuando murió, y pongamos que tuvo a su hija cuando él tenía unos veinte, M. tendrá ahora unos treinta años. Si la tuvo a los 3O, M. tendrá unos 20. Si la tuvo a los 40, M. tendrá unos… ¿diez años?

Me digo que no puede ser que una niña de diez años se ocupe del correo de su padre periodista. Sólo espero que sea mayor de edad. No me gustaría estar enviándole mensajes, mensajes de puro fisgoneo, a una niña de diez años que hace poco ha perdido a su padre. No me gustaría nada, pero, si así fuese, yo me lo he buscado.

¿Acaso importa que tenga diez años o treinta años? Lo que está claro es que no tenía porque haber enviado aquel primer e-mail. Pero lo hice. Es tarde ya para lamentos estériles, tarde para llevarse las manos a la cabeza y mostrar en mi rostro una expresión de ¿Pero qué es lo que he hecho?

Así que, cogiendo aire, hinchando el pecho, contesto mientras me voy desinflando al apretar cada tecla:

Hola, M.

Sólo hablé una vez con tu padre. Me cayó simpático. Solía leer los artículos que publicaba, me gustaban mucho.

Perdona si soy demasiado entrometido, pero… ¿qué edad tienes?

Más que nada por hacerme una idea de quien está al otro lado.

Un saludo.

jueves, 28 de mayo de 2009

Allí, al otro lado (4)

Judy Canova
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4. Me miento y me digo que casi lo he olvidado. Me miento y me pregunto si tendré algún mensaje de otro tipo cuando lo que en realidad sigo esperando, aunque ya con cierta apatía, es obtener respuesta del maldito e-mail que envíe no hace tanto. Enciendo una vez más el ordenador. Mientras espero a que se inicie, miro por la ventana; observo a una mujer que acaba de salir de la peluquería que hace esquina, con su cardado violáceo. Después me siento ante la pantalla y accedo a mi buzón con una desgana inmensa, que imagino del tamaño del océano índico.

Hay cuatro mensajes. El primero no me interesa, el segundo tampoco, la apatía va en aumento, el tercero menos, pero el cuarto, el cuarto mensaje, tras leer despacio el asunto, aunque me digo que no es posible, que no puede ser, que estoy sufriendo una alucinación o algo peor, resulta ser un mensaje enviado desde la dirección del periodista difunto. Sí. Pestañeo con insistencia. Incrédulo. Así es. Tiemblo. Como un flan. Como uno de aquellos flanes que hacía mi abuela. Tiemblo. Sí. Ahí está. La respuesta que tanto ansiaba, que tanto ansiaba y tanto temía, por fin ha llegado. Así que, mientras tiemblo, conmovido y excitado, abro el e-mail y leo, allí, al otro lado, una y otra vez, como si de un mantra se tratase, este mensaje:

Hola,

Agradezco tu pésame.

Soy la hija de X.

Me ocupo de su correo desde que falleció.

¿Eras amigo de mi padre?

Un saludo.

M.

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miércoles, 27 de mayo de 2009

Allí, al otro lado (3)

John Agar
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3. El tercer día me digo que no pienso mirar mi buzón, que ya se está convirtiendo en algo enfermizo esto de entrar y salir para ver si he recibido algún mensaje de la dirección de un periodista muerto al que apenas puedo decir que conociese.

Decido que hoy mi relación con el ordenador tan sólo consistirá en algo de trabajo y alguna visita a ciertos blogs a los que soy asiduo. Así que visito el de Alfredo Moreno, un blog de cine llamado 39 Escalones, que nunca me defrauda y en el que leo un jugoso diálogo de una película de Wim Wenders. Después entro en otro blog, llamado Hasta Elena. Allí leo con delectación varios fragmentos de una entrevista realizada por Luís Izquierdo al escritor Antonio Lobo Antunes, fragmentos elegidos por Elena con gran acierto, fragmentos que no tienen desperdicio, fragmentos como, por ejemplo:

El oficio de escribir es un oficio de pobres. Lo haces con cosas ínfimas que los otros no quieren, miradas, pequeños acontecimientos, cosas que se acumulan silenciosamente dentro de ti y luego aparecen en el texto.

Después, ya por la tarde, salgo a la calle con la idea de airearme un poco pero sin tener muy claro a donde ir; camino sin rumbo, doy una vuelta a la manzana, entro en una pequeña librería que rara vez tiene algo interesante a la vista y, cansado de sentirme perdido, regreso a casa.

Una vez allí, aunque me digo que esta mañana me dije, muy serio, con severidad incluso, que no miraría el buzón, me desobedezco y enciendo el ordenador y accedo a ese receptáculo y de nuevo temeroso compruebo que los mensajes que he recibido, doce en total, no me interesan en absoluto.

martes, 26 de mayo de 2009

Allí, al otro lado (2)

Basil Rathbone
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2. Un día después de haber enviado el e-mail al periodista fallecido, lo primero que hago por la mañana, nada más levantarme de la cama, es encender el ordenador portátil.

Me digo que nadie habrá contestado, me digo que es imposible, me lo digo no sólo porque me parezca poco probable que esto suceda, sino porque sigue atemorizándome la idea de que pudiese obtener respuesta.

Y así, atemorizado, accedo a mi buzón.

Hay ocho e-mails. A simple vista, observando los diversos asuntos de los correos, descarto que alguien haya contestado al que me tiene preocupado. Después voy abriendo cada uno de ellos hasta que, sin la menor duda y con un alivio que roza el deleite, suspiro al comprobar que en verdad nadie ha contestado al mensaje que le envíe al difunto.

Entonces, con parsimonia y apetito, desayuno de manera copiosa para, poco después, tras lavarme los dientes, meterme en la ducha. Recién salido del cuarto de baño y en albornoz, me acercó de nuevo al ordenador. Accedo a mi buzón. Mientras seco unas gotas que han salpicado el teclado, leo en la pantalla No tiene mensajes nuevos. Me visto. Lo hago sin la menor prisa. Demorándome al abotonar la camisa. Demorándome al subir la cremallera del pantalón. Demorándome al atarme los zapatos. Y tras mirarme al espejo y peinarme, accedo una vez más a mi buzón y vuelvo a leer No tiene mensajes nuevos.

El alivio que he sentido hace un rato al no encontrar respuesta, se transforma ahora en cierta inquietud, en cierta desazón por el hecho de no hallar la menor contestación. Continúo sintiendo cierto temor de que alguien responda, pero en el fondo nada deseo más que obtener esa respuesta.

Accedo al correo que envíe al muerto y lo leo y releo unas cuantas veces: Siento el fallecimiento de X., atentamente A. N. Me da por pensar si escribir lo que escribí no habrá sido un error; tal vez sea una frase demasiado breve, demasiado fría, demasiado anodina para mostrar con sinceridad cierto abatimiento. Hace ver que siento la muerte de esa persona, pero no aclara mucho mi pesar. Ahora no me convence. Me arrepiento de haberlo hecho, de haber pulsado el botón en el que se puede leer la palabra Enviar.

Aunque pronto ese arrepentimiento se desvanece, al ver, ilusionado, que hay un mensaje nuevo en mi buzón. Me tiemblan las manos. El e-mail no tiene asunto alguno a la vista. Accedo expectante. El corazón se me dispara.

Pero, así, con el corazón disparado, compruebo que el correo recién llegado no es más que otro de esos absurdos mensajes publicitarios que, sin entender por qué, cada vez con mayor frecuencia eluden la sección de spams y aparecen en mi buzón de entrada como hongos en la piel.

lunes, 25 de mayo de 2009

Allí, al otro lado (1)

Carol Ohmart en The house of the Haunted hill
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1. Enciendo el ordenador portátil.

Me siento ante la pantalla y busco entre mis contactos una dirección de correo electrónico que me interesa encontrar. Mientras la busco me topo con otra dirección que, nada más verla, consigue que me quede un tanto perplejo; ensimismado incluso. Es la dirección de una persona que ha fallecido no hace mucho. No recordaba que tuviese su e-mail entre mis contactos. Era un periodista de unos cincuenta años. Murió de cáncer. Sólo hable con él una vez, durante la inauguración de la exposición de un célebre pintor. Me cayó simpático. Solía leer con agrado los artículos que publicaba en la sección cultural de un destacado periódico.

Ahora que tengo ante mí su dirección de e-mail, pienso en qué habrá allí, al otro lado, en su buzón. Quizá haya cientos de e-mails sin responder. Quizá de alguna persona que estaba en contacto con él y que desconoce la noticia de su muerte, alguna persona que no entiende porque no le responde aquel simpático periodista que conoció un buen día en alguna ciudad lejana.

Por un momento pienso en mandarle un e-mail. Pero no se me ocurre qué escribir. No sé qué se le puede escribir a un hombre que ha fallecido no hace mucho, a un hombre que sin duda no leerá lo que le escriba, a un hombre a quien apenas puedo decir que conociese. Siento, además, de inmediato, cierto temor al pensar que quizá obtuviese respuesta. No del muerto –todavía no creo en los fantasmas- pero sí, tal vez, si el difunto tuviese mujer e hijos, cosa que desconozco, es muy posible que pudiese responderme algún familiar, alguien que sepa la contraseña para acceder a su buzón y que dedique ahora parte de su tiempo a responder los e-mails que llegan a la dirección del fallecido. Pensar en todo esto, además de hacerme sentir cierto temor, consigue que me decida a escribir algo. Tecleo una frase breve: Siento el fallecimiento de X., atentamente A. N. Dudo unos segundos sobre si debo pinchar el botón en el que puede leerse la palabra Enviar. Por fin lo hago, lo pincho con un golpecito seco. Enseguida leo en la pantalla Su mensaje ha sido enviado.

Es entonces cuando siento, como si de una culebra se tratase, un escalofrío que recorre mi espalda. De manera ascendente. Del cóccix a la nuca.

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Carol Ohmart asediada por un mísero esqueleto

viernes, 22 de mayo de 2009

Espacio de artista (IX): Henri Michaux

Henri Michaux (Namur, Bélgica, 24 de mayo de 1899 - París, Francia, 18 de octubre de 1984)
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Henri Michaux nunca pintó de la misma manera que escribió poemas. Bueno, a menudo llevó a cabo las dos cosas utilizando tinta china, eso es cierto, pero, aún así, aún utilizando la misma técnica, Henri Michaux nunca pintó, jamás, de la misma manera que escribió poemas. Al escribir poemas decía tratar de expresar una verdad no lógica, una verdad diferente de la que se lee en los libros, por el contrario, al pintar tan sólo pretendía crear ritmos, como si bailase.

Micahux empezó a pintar a mediados de la década de 1930, tras visitar una exposición de Paul Klee e influido también por las pinturas que contempló durante un viaje a Oriente. En su juventud nunca se le pasó por la cabeza escribir o pintar. Quería ser marinero. Y se enroló como fogonero en un navío de la marina mercante francesa, en el que viajo a Río de Janeiro y Buenos Aires. Pero finalmente abandonó aquel oficio por carecer del vigor físico necesario. Así que, poco a poco, empezó a escribir para, algo más tarde, empezar a pintar. Hacía las dos cosas sobre una mesa repleta de papeles. Como iluminación utilizó siempre un flexo plateado que parecía emerger de aquel mar de papeles como si fuese un faro en mitad del océano. Pintaba sobre aquella mesa porque le irritaba la parafernalia que rodea a los pintores, los lienzos, los caballetes, los tubos de pintura; le parecía que los artistas se toman a sí mismos demasiado en serio, que actuan como si fuesen prima donnas.

Durante una época llevo a cabo una serie titulada Dibujos mescalínicos, llamados así, como puede suponer cualquiera que sepa lo que es la mescalina, por haber sido realizados bajo los efectos de esta droga.

En su libro El infinito turbulento, escribió sobre tales efectos: Contemplé miles de deidades… Todo era perfecto… No había vivido en vano… Mi existencia fútil y errabunda ponía pie, por fin, en la senda milagrosa…


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Algunas obras de Henri Michaux:


































Pinchando sobre la palabra MESCALINA podrá visitar mi colección de Espacios de Artista aparecidos por aquí hasta el momento.


lunes, 18 de mayo de 2009

Mi Gran Mesita de Noche (IV)

Como en otras ocasiones, si pincha sobre la foto no tendrá que forzar su vista ni sufrir desprendimiento de retina alguno.
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Y si pincha sobre la palabra IRREPROCHABILIDAD, accederá a la colección de mesitas de noche que hasta ahora he mostrado en este hotel.

martes, 12 de mayo de 2009

Antonio Vega




Texto recogido del blog de Alberto Olmos que a su vez lo ha recogido del blog de David Capón:


LA CHICA DE AYER

Cuando suena “La chica de ayer” respiras hondo y enciendes un cigarro. Significa que te vas. La función ha terminado, y tanto si ha salido bien como si la ginebra estaba aguada, no se admiten reclamaciones, amigos. Suena la canción y la cantas con las únicas fuerzas que te quedan. Te sorprende que todavía estés en pie y no te hayas desmayado de puro sueño y cansancio. Observas a la gente y buscas alguien con quien tomarte una última copa al salir. Una chica a la que dejar en casa cuando amanezca.

No encuentras a la chica del brugal con limón y observas cómo aquella del pelo corto que te atravesó con su sonrisa mientras le aceptabas el dinero, se besa largamente con el tipo alto y tatuado de la gorra. Un tipo con suerte piensas. Un tipo con demasiada suerte. Sigues buscando alguien a quien ofrecerle el último chupito antes del cierre, pero las gemelas ya se han ido y te irás solo a casa.

“La chica de ayer” suena con la ternura de las canciones que ya estaban escritas antes de haberlas escrito. Recuerdas que mañana será un día duro, que apenas te quedan horas para dormir, que tienes hambre y una carta de rechazo por abrir encima de la cama. Entonces sientes esa ligera depresión que te da la barra en noches como esa.

El próximo viernes dedicaré “La chica de ayer” a todos esos chicos que guardan un sueño detrás de la barra. A los que te sirven el cortado, amables y sencillos, después de haber sido vapuleados en un casting horas antes. A todos aquellos que no pueden evitar pensar en ese guión a medio terminar mientras te toman nota de la comida. A las chicas que esconden sus zapatillas de ballet detrás del friega platos. A todos los que tienen ganas de salir corriendo y buscar algo mejor ahí fuera, lejos de la cafetera y la máquina de hielo. A los que se sienten viudos si no le presentas a la chica de las pecas, los que al salir siempre tienen algo que hacer, los que lucen ojeras antes del examen, los que olvidan el número de la mesa pero no el nombre de su personaje, los que caminan con los mismos zapatos desde que aprendieron a caminar, los que saben rimar la palabra oscuridad, los que miran las copas de vino antes de servirte el Ribera, los que coleccionan cicatrices orgullosos y sobre todo a los que les resuenan todavía en los tímpanos el portazo que les dieron en Abril. Cantaré la canción y me acordaré de ellos, de vosotros, de los camareros pluriempleados que duermen planchando el curriculum bajo la manta.

"Un día cualquiera no sabes qué hora es…”

No existe mejor final para el principio de una canción.

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Uno de mis textos favoritos de Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder. Obra de David Capón /
Supercrisis.

Antonio Vega murió hoy.



Pinche sobre la imagen

jueves, 7 de mayo de 2009

El mensajero

Pintura de Jan Vermeer
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Permanece sentado. El traje, realizado a medida por el mejor sastre del país, le queda como un guante. Mientras permanece sentado, no deja de mirarse al espejo y de colocar de manera obsesiva el nudo de su corbata. También, de cuando en cuando, entreabre su boca y observa sus dientes mientras los aprieta con inquina. Sabe que debe hacerse un nuevo blanqueamiento dental. Entre visita y visita al dentista, el tabaco no tarda nada en amarillear levemente toda su dentadura. Esta es una de sus mayores preocupaciones. Podría decirse que esta es una de sus mayores preocupaciones desde que empezó a trabajar ante las cámaras; esto y que la calvicie avance, por su cuero cabelludo, a pasos agigantados y sin remedio alguno. Permanece sentado. Una mujer de unos veinte años se acerca y comienza a maquillarle. Como cada día, mientras se deja maquillar, observa su escote; la imagina en su cama chillando de placer. Cuando la mujer se va, vuelve a mirarse al espejo, a entreabrir su boca, a apretar sus dientes con inquina para, a continuación, coger su teléfono móvil y llamar al dentista. Pide una cita para el día siguiente. Tras confirmar su cita, se estira y bosteza. Nada le apetece menos que aparecer ante las cámaras. Sabe que el tiempo que permanezca en antena no dejará de pensar en sus dientes, en que deben permanecer velados, en que no deben ser vistos por ninguno de los millones de espectadores que siguen su espacio. Después mira la foto de sus dos hijos, situada en un marco color caoba, junto al espejo, y piensa que el próximo fin de semana les toca pasarlo con su ex-mujer. También piensa que su ex–mujer necesita un blanqueamiento dental cuanto antes, pero no va ser él quien se lo insinúe. La época de los mares de reproches hace tiempo que quedó atrás.

Por fin se levanta. Encaminando sus pasos hacia el plató, tras un telediario repleto de crisis, pandemia, corrupción y asesinatos, se planta ante el mapa del tiempo y, con una sonrisita contenida, sin apenas mostrar sus dientes, explica que para los próximos días se acerca un enorme anticiclón, repleto de sol y altas temperaturas que se repartirán, de manera uniforme, a lo largo y ancho del país.





Pintura de Jan Vermeer
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lunes, 4 de mayo de 2009

Postrado a los pies de la noche






Intento no pensar demasiado en el asesinato que presencie hace dos días, pero aún así, no logro pegar ojo. La escena del crimen se repite en mi mente, salta como un video rayado, como un intermitente y continuo flash-back que me hace visualizar una y otra vez la cara del muerto, la inerte expresión de su mirada, mirada perdida, perdida para siempre.



Era de noche, quizá las tres de la madrugada, y el callejón estaba oscuro. Pero aún así, a pesar de la penumbra reinante, la mirada del muerto se grabo en mi viscoso disco duro, allí, en lo más profundo de mi cavidad craneal, allí, donde sé que ha de permanecer almacenada hasta que mi vida se apague.



Era de noche, quizá las tres de la madrugada, y el callejón olía mal. Ese olor que suelen tener los callejones sin salida, olor a basura, a pis, a vómitos, a rata muerta. Ese olor que acompaña el recuero de la mirada del muerto. Una mirada perdida, para siempre, y el olor de un callejón sin salida, eso es lo que se repite en mi mente con una insistencia preocupante.



Era de noche, quizá las tres de la madrugada, y no se oía nada. Ni un solo ruido, ni una televisión susurrando desde alguna ventana, ni un grito de socorro. El silencio reinaba en aquel maloliente callejón sin salida. Y eso lo hizo todo más tétrico, más lúgubre.



Silencio absoluto + Callejón maloliente + Mirada perdida, para siempre, de un muerto = Escena macabra donde las haya, de esas que se graban, para siempre, en lo más profundo de la cavidad craneal sin dar opción a borrado, a control Z, a tantas y tan tantas cosas a las que me he acostumbrado sin remedio alguno y de las que ya no puedo ni quiero escapar pero que de vez en cuando me hacen creer que la realidad no deja de ser un sueño arrastrado, postrado a los pies de la noche.