Me cruzo en la calle con dos adolescentes que se besan. Él parece ansioso, ella relajada. Les echo unos catorce años, tal vez trece, edad en la que a mí me llegó el primer beso. Fue en una discoteca de tarde, una oscura discoteca para adolescentes. A las nueve debía estar de vuelta en casa. Un grupo de chicas y chicos estábamos sentados en un par de sofás. Yo me encontraba junto a B., muchacha morena y extrovertida que no dejaba de hacerme preguntas. Preguntas a las que yo respondía con un Sí o un No cuando no lo hacía simplemente asintiendo o negando con la cabeza. Hasta que (no recuerdo bien cuál fue su pregunta) respondí con una frase compuesta por cuatro o cinco palabras. Entonces nos besamos. Mejor dicho, B. me besó. Yo, tímido y retraído como era, no habría osado hacerlo. Me dejé besar. Nuestras bocas se abrían y cerraban y nuestros labios se vieron inmersos en un continuo roce entre el extasis y las cosquillas. De vez en cuando, tal vez esto fuese lo mejor, nuestras lenguas se acariciaban húmedas e inquietas.
Desde un primer momento me gustó lo de besarse. Me gustó mucho aunque a B. le diese por morderme el labio inferior y producirme cierto dolor. También aquellos sutiles mordiscos me resultaron placenteros. Y qué decir del hecho de que dos amigas de B. no dejasen de cuchichear mientras, sentadas frente a nosotros, sin quitarnos ojo, reían nerviosas.
Dibujo de Robert Crumb
Escena de la película Las Modelos (1944), con Gene Kelly y Rita Hayword
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