A hurtadillas, sin hacer el menor ruido, como quien no quiere la cosa, un buen día penetré en el blog de Antón Castro. Una vez allí, me hice con uno de sus cuentos. Un cuento dedicado al pintor Pedro Sanjurjo. Y no sólo eso, también me llevé al bolsillo una de sus fotografías preferidas, una fotografía en la que aparece un niño con un barco de juguete que lleva por nombre Javiota, una fotografía de José Suárez. Después, de nuevo a hurtadillas, sin hacer el menor ruido, me vine a mi hotel. Y colgué en la pared de mi dormitorio tanto la fotografía como el cuento. Para poder verlos cuando quiera. Para poder verlos cuando no me apetezca salir de este hotel junto a la vía.
El pintor que ganó la gracia del mar
por Antón Castro
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José Lareo se convirtió en pintor del mar. Inventaba lo que no había visto, pero sí lo que había soñado. Lo que sus autores preferidos le habían arrojado en la cabeza y en la piel como un temporal de incitaciones y de incertidumbres. Así empezó: derramándose en afanes y en colores. Pero sus mares eran distintos: desapacibles, inquietantes, helados, rotos por la espuma, truncados en su oleaje por un barco a la deriva, un iceberg que se desparrama de súbito en añicos, por piedras que asoman de súbito con un triángulo de última resistencia. El joven, que seguía leyendo, y había descubierto a Jorge Luis Borges, los llamó “Mares metafísicos”, mares que, de alguna forma, resumían el desorden, la vacuidad y el olvido del mundo. José Lareo vivía para su pintura y vivía para el mar. Los cuadros empezaron a multiplicarse y con ellos los hielos, los fragmentos de madera, los resquicios de metal, los cordajes, los mástiles quebrados, que se elevaban siempre sobre una superficie casi agónica y espectral, bellísima en su desamparo o en sus rigores, como almas muertas. Para José Lareo la pintura era sustancia y mito, artesanía de la mancha y del color sobre un piélago de sensaciones que era el lienzo.
Su padre lo vio partir, buscar un nuevo estudio, exponer sus inquietantes sueños en público. Lo vio titular sus cuadros y descubría, siempre, el eco de un poema más o menos conocido, la entrada de un diccionario de Náutica, la reminiscencia de una conversación en el minúsculo taller de sastrería. El hijo, pintor cada vez más complejo y atormentado, nadaba en el desasosiego y decidió titular una de sus muestras “Maderas de pecio”, y otra “Los restos del naufragio”, y una tercera, quizá las más bella de todas, “Pintar el mar cansa”.
Por fin, José Lareo decidió ver el océano. Lo vio en Cantabria, en Asturias, en el Mediterráneo, en Costa da Morte. Lo vio y lo fotografió. Lo observó días, meses enteros y lo interiorizó sin poder siquiera hacer un dibujo, una acuarela súbita. Acumuló conchas y caracolas, ordenó sus archivos, escribió algunos diarios sobre su experiencia. Una mañana cualquiera, el padre recibió una carta, no una llamada de teléfono ni un e-mail, donde José Lareo, su hijo, le decía: “Acabo de embarcar. Llevo mis pinturas y mi caballete. Algún día volveré”.
Regresó sí: enjuto, con gorra de marino y tres baúles con lienzos enrollados. El mar, un gran pez blanco sin apenas horizonte, era como un ser vivo o una tumba voraz de despojos y de soledades.
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5 comentarios:
Muchas gracias por compartir los hurtos, en una especie de transformismo literario Robinhoodiano.
Me ha encantado lo de transformismo literario Robinhoodiano. Gracias por el comentario.
Alex, después de leer todas y cada una de las entradas de este blog -y menos mal que sólo tiene 2 meses de vida-, estoy en condiciones de decir una cosa. Brutal.
Nice to meet you, Elena,
y muchas gracias.
Ni elogios ni gracias, please (ya sabes, lo de la alergia ;)
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