Detalle de una pintura del portugués Manuel Amado
Hace una hora que te has hospedado en un hotel situado junto a la vía del tren. Es de noche y estás leyendo en la cama. Sabes que no hay nadie debajo. Pero por un momento imaginas que si posases uno de tus pies en el suelo, una mano pálida y huesuda saldría de debajo de la cama y agarraría con fuerza tu tobillo. Así que, aunque notas ciertas ganas de mear, intentas aguantar un rato. Hasta que no puedes más y dejas el libro sobre la mesilla de noche y das un brinco y corres hasta el baño y meas y vuelves a meterte en la cama procurando no acercar tus pies a donde tú ya sabes bien.
Te pones a leer otra vez con tu cuerpo bajo las sábanas. Pero pierdes el hilo con facilidad imaginando que alguien está debajo de la cama. Te dices que quizá lo mejor fuese echar una ojeada para tranquilizarte de una vez por todas. Y a continuación te dices que vaya una tontería, que nadie puede haber allí debajo, que no piensas agacharte para mirar, que tienes ya una edad para andar con esas chiquilladas. Pero te lo dices porque tienes miedo a echar una ojeada y llevarte una sorpresa.
Después de un cuarto de hora intentando leer sin conseguir pasar página, tus párpados empiezan a cerrarse, te pesan una barbaridad. Finalmente te duermes con el libro sobre el pecho. Entonces sueñas que debajo de la cama estoy yo, con los ojos muy abiertos y escribiendo esto que ahora lees, en una libretita de hojas cuadriculadas con un lápiz tan pequeño que casi no te lo dejan ver mis pálidos y huesudos dedos.
(Fotografía realizada por Pierre Bonnard hacia 1889)
1 comentario:
¡Uf! Qué vértigo y al mismo tiempo qué claustrofobia. Si me asomo, el suelo me parece inalcanzable y si estoy debajo tengo la sensación de que el somier acabará por aplastarme. Si hubiera sabido que leerte provoca tantas sensaciones me hubiera esperado a la hora del mojito. ¡Uf!
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