Es bien sabido por los amantes de las Bellas Artes, que el pintor Francis Bacon padecía el llamado síndrome de Diógenes. Sólo hay que observar alguna fotografía de su estudio para comprobar como acumulaba multitud de objetos y desperdicios inútiles. Es bien sabido que decía sentirse ligado a todos y cada uno de sus pinceles y botes de pintura. Era incapaz de distinguir entre los que ya no servían para nada y los que albergaban todavía cierta utilidad. Sólo inmerso en aquel caos, rodeado de porquería, pintaba a gusto Francis Bacon. Cuentan que un día, su amigo y también pintor Lucian Freud, apareció por sorpresa en el estudio de Bacon acompañado de una muchacha que se dedicaba a la limpieza. Tras convencerle Freud de que así le visitarían más clientes y sus ventas aumentarían, Bacon accedió a que la muchacha adecentará su lugar de trabajo. Una vez limpio, Francis Bacon tardó una semana en volver a pintar. Tiempo que necesitó para poner patas arriba de nuevo el estudio.
Es bien sabido también, que una tarde de abril del año 1989 el escritor William Burroughs visitó el estudio del pintor. Cuentan las malas lenguas que, debido al ambiente cargado que reinaba en el lugar, Burroughs empezó a marearse y su rostro fue adquiriendo un tono mucho más pálido que de costumbre. Hasta que el propio Bacon, temeroso de que su visitante se desplomase de un momento a otro, tuvo que acompañarle hasta la calle sujetándole con fuerza por el brazo. Otros dicen que, aquella tarde de abril, Bacon invitó a Burroughs a champagne. El autor de El almuerzo al desnudo, que era aficionado a muchas sustancias pero no acostumbraba a tomar champagne, agarró, sin remedio, una cogorza de campeonato.
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